21 ago 2020

¿Alguien vive?

Ni siquiera recuerdo si algún día regresé por aquí para decir adiós, o por lo menos un hasta luego. Ni siquiera recuerdo si de vez en cuando me asomé por alguna esquina de este paraíso para saludar al viento. He tenido este rincón tan olvidado que me da vergüenza regresar aquí y ver las cenizas que quedaron de todo lo que fue. 

Recuerdo que dejé de actualizarlo por muchos motivos, entre ellos, la interfaz de Blogger me daba mucho dolor de cabeza y publicar un post con una estructura que no se saliera del encuadre se convertía en toda una tortura que no valía la pena sufrir. 

Muy de vez en cuando extraño muchísimo escribir por aquí. Teclear sin parar aquello que tanto me emocionaba, brindar en silencio por todo eso que me hacía sentir viva. Este blog era una válvula de escape ante los dolores del mundo. Me gustaba y me divertía; me apasionaba. A veces extraño aquellos días, aquella pasión desmedida por actualizar sin recato; editar el texto, planear un post; meditarlo. A veces desearía regresar el tiempo y robarme aquel entusiasmo. 

Recuerdo que era divertido mantener este lugar cuando escribía para mí misma, sin pensar demasiado en quién más podría leerlo y qué pensaría el resto de lo que yo decía. Después sentí una necesidad absurda de idear post que pudieran gustar a los demás, como si este diario virtual aspirara a ser el reflejo de otros y no el mío. No era esa la intención. Nunca lo fue. Y sin embargo, duré mucho tiempo, frustrandome por conseguirlo.

Tampoco es que que alguna vez en la vida haya tenido una meta clara y un propósito específico. Lo mío jamás ha sido mirar las cosas a largo plazo (la miopía no me lo permite 😅). De hecho, estoy tecleando esto sin saber a ciencia cierta el por qué. A partir de aquí no sé qué seguirá pero quiero intentarlo; quiero ver hasta qué punto puedo llegar sin exigirme demasiado. 

Si alguien aun vive, bienvenido de nuevo al desierto eterno. 💓

26 sept 2018

LA FIESTA DEL SIGLO

Linda, Hiriam, Carolina e Hilse
Diciembre de 1995, Escuinapa, Sinaloa.

Nota de la autora:
Este relato comenzó a ser escrito en agosto del 2017, para en un futuro ser publicado en el libro regional Memoria Escuinapense Volumen II, el cual aún no ha salido a la venta. Este es el relato íntegro, sin ediciones ni modificaciones y puede variar un poco del que algún día se publicará en papel.

A la memoria de la abuela Librada y el tío Kiki.
Para Dianey Julieta y Santiago, mis sobrinitos.

Iba a ser La Fiesta del Siglo. Ya lo había dicho la nieta más grandecita de doña Luz, la de la Gabriel Leyva, hija de la maestra Marichu. Con cuatro piñatas, dos pasteles, ceviche de camarón-pero-del-grande, tamales barbones, paletas heladas, música en vivo, bolsas de dulces caros y cerveza, aunque especificó con contundencia que la cerveza no era para los niños, y probablemente el ceviche de camarón tampoco. 

Las fiestas monumentales que hacían los Polanco en el enorme patio de su casa ubicada en la calle Centenario rara vez iban acompañadas de una invitación. Siempre eran de boca en boca y podía entrar todos los habitantes de las calles circundantes y allegados. A veces —y sólo a veces— llegaba también algún cabecilla importante de la Presidencia o un político local con falso acento de forastero y ansias de subir de puesto a nivel nacional embadurnándose del pueblo llano. La niña arribó a la casa de mi abuela asoleada, con la cara roja, una sonrisa sincera y el flequillo pegado a la frente por culpa del sudor del esfuerzo. Me pareció que así debían de verse los Chasquis, aquellos míticos jóvenes corredores indígenas que se lanzaban con pie descalzo a llevar una noticia en los tiempos dorados del Imperio Inca durante la época prehispánica; esa de la que tanto se hablaba en el Atlas de las Américas del difunto tío Mario, que se agazapaba en el librero podrido por las termitas que no mucho tiempo atrás había conocido mejores días. Su semblante alegre era el de alguien que había corrido un maratón de 100 kilómetros para llevar la buena nueva a los residentes de un pueblo antiguo golpeado por la sequía. Pero el Escuinapa de aquel entonces era uno de esos pueblos grandes donde no escaseaba el agua y las señoras mayores todavía regaban la banqueta con enormes cubetones como quien tiene asegurada la salud y la vida por varias décadas más. Ciertas calles principales eran de terracería y los taxistas maldecían muy por lo bajito cuando su coche treintañero era golpeado por las piedras sueltas que botaban en el camino. Era aún el Escuinapa de pescadores, albañiles, jornaleros y conductores de camiones pesados que se reunían los sábados y los domingos en la primera cantina que sus ojos veían para hablar de sueldos miserables y lo frío que les sabía el almuerzo en el trabajo los lunes al mediodía.   

—Mañana, a las cinco de la tarde. Va a hacer de disfraces— balbuceó con la voz entrecortada por el aire y remató:—El que no lleve disfraz… no entra. 

La niña siguió su camino rumbo al sur, a pregonar la invitación a todo el barrio sin esperar respuesta nuestra. Daba por sentado que iríamos. Siempre íbamos. 

‘La Polancada’ se ha caracterizado hasta nuestros días por portar el apellido con el orgullo y el sudor de los que les antecedieron. Todavía se van en manada a las Fiestas del Mar de Las Cabras —como los de La Mecha Ardiendo— y portan playeras de colores vistosos con la estampa de la festividad en turno y el nombre sobresaliendo de los pecho gozosos de pertenecer a su estirpe. Otras familias de Escuinapa han intentado emular aquel acto filial y llevarlo al extremo, pero no les queda el saco ni el endiosamiento. Eso ya es cuestión de la genética del apellido, no de modas contemporáneas-postmodernas. Ante mis pequeños ojos, Doña Cheba era la soberana de aquel icónico castillo ubicado a un costado del antiguo Hospital General. Era la Mamá Grande de la que hablaba García Márquez en sus historias. Tan anciana y antigua como el empedrado que se comprimía bajo el asfalto barato de la calle. Su casa y ella eran una joya en bruto, perfecta en su simplicidad, en sus defectos y en sus arrugas. Monarca eterna de estatura delicada y diminuta a la que los niños más pequeños veíamos hacía arriba con un respeto desmesurado por el simple de hecho de existir; de saber que los años se le habían pegado en la piel como cicatrices invisibles pero permanentes.

De todos los nietos de doña Librada Inda, aquellas tarde de diciembre, sólo estábamos seis para atestiguar la invitación. Juan Manuel y su hermano Carlos Alberto; Hiriam y su hermana Hilse; mi hermana Carolina y yo. Los niños mayores rondaban los 11 años y los más pequeños no debíamos pasar de los 7.  Nos miramos entre nosotros mientras procesamos lo que la niña nos había dicho y el Canal 5 de Televisa solicitaba nuestra colaboración para buscar a niños extraviados del país por cuarta vez aquella tarde. El ambiente olía a el café barato del abuelo, quien siempre cenaba a esa hora, y a los menjurjes extraños que mi tío Kiki usaba para limpiar sus zapatos negros y toscos. Junto a esos olores penetrante, muy dentro de nosotros, empezaba a nacer una ferviente necesidad de asistir a La Fiesta del Siglo. 

Estábamos resueltos a ir, aunque tuviéramos que mendigar los permisos de nuestras madres y planear en última instancia qué clase de disfraces utilizaríamos, pues no teníamos ninguno a nuestro alcance y comprar nuevos no era ni siquiera una opción. Apenas terminó la caricatura de las seis, el puñado de nietos ya nos habíamos arremolinado en la mesita de centro para planear uniformes y modelos; papeles personificados de aquellos héroes que seríamos. No la tuvimos fácil, los niños mayores discrepan de nuestras ideas más infantiles y los más pequeños tildamos de rancios a nuestros hermanos mayores. Más de una vez la abuela nos gritó que bajaramos la voz desde el otro extremo de la casa, más allá de la cocina. Y nosotros continuamos nuestra contienda desde lo bajito para no perturbar el baño frío de la abuela Librada y el sueño profundo del abuelo Nicolás, que roncaba plácido desde su dormitorio. 

De La Fiesta del Siglo tengo que confesar, antes de relatar lo siguiente, que recuerdo muy poco; menos de lo que me gustaría. Tenía siete años y en aquel entonces el camino me resultaba más atractivo que el destino, además de que la mente de un niño es traicionera, al grado de que, cuando uno crece, tiende a no entender dónde está la frágil línea que divide la realidad de la imaginación. En cualquier caso, sé que desde que la invitación llegó hasta la hora de la fiesta hubo un lapso no superior a las 24 horas, así que más o menos entenderán ustedes que aquello fue un maratón de proporciones épicas. De hecho, nuestra planificación al lado de la mesita de centro continuó arduamente hasta llegar al comedor donde la abuela nos sirvió la cena y terminó a las nueve de la noche, cuando mi tío Juan y mi tía Angelina llegaron a recoger a mis dos primos. Juanito, estaba convencido de que quería ir de futbolista. No había mucha complicación en su pedido, pues desde temprana edad rodaba con una pelota entre los pies en los campos empolvados de Escuinapa. El fútbol era algo que ya lo tenía en sangre: su papá ya era en ese entonces —y hasta nuestros días— un veterano en el área deportiva de la localidad. Una pasión que seguramente heredará el pequeño Santiago, el próximo eslabón en la familia. Mi primo Carlos Alberto era harina de otro costal, un diminuto remolino de una edad muy cercana a la de Hilse y a la mía; de cabello lacio y castaño oscuro, carita redonda, mirada pícara y una labia vívida. Nunca dejó de debatirse entre ser el Power Ranger rojo o el ‘Cachuy’, un icónico personaje de la ciudad que solía pasar por el barrio al terminar el día. El ‘Cachuy’ era uno de esos borrachitos perpetuos que tanto imperan en los pueblos viejos y en la periferia de las grandes ciudades. Llevaba siempre en la mano una botella grande de cerveza que generalmente estaba vacía, y tenía suficiente alcohol en las venas como para no caer inconsciente ahí donde sus pies se tambaleaba y el equilibrio amenazaba con dar paso a la gravedad. Arrastraba los pies al caminar, llevaba ropa andrajosa que le quedaba grande, caminaba con paso errante al ras de las banquetas desniveladas y hablaba para sí mismo en lenguas muertas y extraños gestos que nosotros encontrábamos hipnotizantes. Nunca supimos de dónde venía ni hacia dónde iba, pero su peregrinar por el barrio solía ser rutinario en nuestra infancia; al grado de que, las noches que no pasaba, visualizamos escenarios trágicos y una congoja extraña nos oprimía el pecho mientras la vista se nos perdía más allá de la escuela Gutiérrez y el Hospital General. 

—¿Y si lo mataron? —solté yo una noche oscura en el que el panorama se veía desolador.

Hilse y Carlos Alberto me miraron extrañados antes de volver la mirada al horizonte y estremecerse por dentro ante mi pregunta. 

—No digas eso —me atajó Hilse con una voz queda y triste—. Nadie merece que lo maten. Ni siquiera por borrachito y apestoso.

—Yo sí iría a su funeral —confesó mi primo con una seguridad en su voz que muy pocos la hubieran creído cierta—. Nada más pa’ saber si tiene familia. Y pa’ saber dónde vivía y pa’ donde iba... Ah, y también iría por el panecito que dan los Villegas en los velorios de la gente muerta.

Carolina, Hiriam, Linda e Hilse
Navidad de 1988, Escuinapa, Sinaloa.
Ahora que lo pienso, agradezco inmensamente que tanto Carlos Alberto como Juanito se hubieran ido a su casa después de aquel debate alrededor del comedor de la abuela. Porque justo cuando ellos salieron por la puerta aquello se convirtió en una comedia dramática infantil que se extendería hasta las 4:45 de la tarde del día siguiente; quince minutos antes de que La Fiesta del Siglo iniciara. El permiso de nuestros padres lo teníamos expedido desde el minuto uno porque eran los Polanco y a los Polanco no se les negaba ni el agua; además la temporada decembrina se prestaba para la ocasión. Eran días de relajo mañanero y visitas familiares con gustos de otros lados. Nosotras mismas no vivíamos aquí. Tanto mis primas, como mi hermana y yo, crecimos en pueblos pequeños de Angostura; teníamos un peculiar acento del norte de Sinaloa cantadito pero entrañable que mi tío Kiki siempre se obsesionaba en imitar para perpetuar la burla. Eramos algo peculiares para los niñas de esta ciudad porque estábamos acostumbradas a caminar descalzas por el cemento ardiente del mediodía o por los patios llenos piedras, y traíamos palabras raras que por aquí temían, pues no sabían a ciencia cierta si eran adulaciones o groserías. Cuando no andábamos nadando en las aguas del drenaje que rebosaba a la altura de la farmacia de la doctora Machado las tardes de lluvia, podían encontrarnos en el inmenso patio de la abuela, escalando los árboles de mango o el nanchi donde las gallinas dormían. Una que otra tarde buscábamos los legendarios lingotes de oro que el bisabuelo Tatino enterró en un lugar incógnito décadas atrás, y al día siguiente nos subíamos a la vieja lancha verde y mohosa que mi otro abuelo, el capitán Ramón Murúa, estacionó ahí un día para no moverla jamás. Siempre tenía agua atascada dentro de ella, y olía a mango putrefacto y estiércol de gallina; pero eran los tiempos previos al dengue, al zika, al chikungunya (y la madre que los parió a todos), por lo que era más viable enfermar de tétanos o fiebre tifoidea (y morir) que del virus de cualquier mosco que se alimentara de nuestra sangre. La enorme lancha —que para nosotros tenía más pinta de yate— aún poseía el timón y un viejo asiento de fibra de vidrio en la cabina que en sus años de gloria pudo ser de un marrón intenso pero ya en esos días le brotaba un color amarillento muy extraño y feo. Aquella lancha nos llevó a recorrer océanos sin zarpar jamás de ningún puerto. A veces Onofre y Áaron, mis primos de El Bonete, tomaban timón en mano con una boina marinera del tío Mario en la cabeza y cantaban a todo pulmón El siete mares con la misma gallardía que Jose Alfredo Jimenez aporreaba cada verso de sus canciones en la época dorada del cine mexicano. Ahí, en ese patio y con ese navío, redescubrimos América en el ‘96 y hundimos el Titanic (otra vez) en el ‘98. Poco antes de eso creímos cazar a Moby Dick una mañana de niebla con la ayuda de Watusi, el perro de mis abuelos, clavándole al cetáceo una lanza muy cerca de sus enormes costillas. Después nos dimos cuenta que aquella criatura imaginaria no era ni de cerca un leviatán, sino una enorme orca albina. Recordamos a Keiko, la ballena asesina que estaba en Reino Aventura, e imaginamos que quizá podrían ser parientes, por lo que nos dio mucha penita matarla pensando que andaba extraviada por aguas de Teacapán buscando a su familiar en cautiverio. Regresamos con ella a mar abierto, tres leguas más al sur y la dejamos libre, no sin antes darle instrucciones detalladas de cómo llegar a el Distrito Federal y advertirle que a Keiko pronto se la llevarían a un puerto acuático de Oregón. Que ya lo había anunciado Zabludovsky la semana pasada en el noticiero.     

El primer conflicto que enfrentamos la noche previa a la fiesta tuvo que ver con los Power Rangers. Hilse y Carolina querían ser la Power Ranger rosa; Hiriam y yo, la amarilla. Pero no podíamos ir vestidas de lo mismo. Y no es que los organizadores del magno evento lo prohibieran, sino que era científicamente imposible que dos Rangers compartieran un mismo color y vivieran en armonía en el mismo espacio-tiempo. Al parecer Einstein había publicado algo al respecto a principios del siglo XX y nosotros a esa edad ya lo sabíamos. Pasamos media madrugada debatiendo los motivos y razones por las que merecíamos, una sobre la otra, ser ‘la rosa y la amarilla’, y recuerdo que nos gritamos cosas tan espantosas que no vale la pena ni siquiera traerlas a la memoria. Mi tía Mirna y mi mamá nos mandaron callar desde la habitación contigua alegando que, sin importar cuál fuera el veredicto final, ellas no pensaban ni hacernos, ni conseguirnos, ni mucho menos comprarnos, estrafalarios trajes como los que usaban nuestras heroínas favoritas. Así que la idea fue descartada por completo. 

La mañana siguiente la situación no mejoró en lo absoluto. Incluso, enojadas como estábamos, Hiriam propuso ir “de nosotras mismas”, pero nos negamos. Lo cierto es que la idea tampoco estaba muy descabellada. La ropa de gala infantil del Sinaloa norteño de los 90’s —así fueras niño o niña— incluía camisa a cuadros de manga larga, chaleco con barbitas, pañuelo amarrado al cuello, cinto piteado y botas de cuero negro (si tenías dinero, también podías llevar un sombrero vaquero). El Día del Niño en las escuelas de Angostura parecía más un concurso para saber quién iba mejor de Alicia Villarreal o de Guadalupe Esparza que una fiesta para celebrar la infancia. De hecho, ahora que lo pienso, hubiera sido buena idea hacernos pasar por un cuarteto grupero de renombre y presentarnos ante el zaguán de los Polanco preguntando si esa era la casa donde nos habían contratado desde el mes pasado para amenizar una fiesta de cumpleaños fechada para esa tarde. Quizá entonces hubiéramos podido cobrar las regalías, hacernos millonarias y retirarnos jóvenes. Pero no, a esa edad teníamos imaginación pero tampoco teníamos tanta.  

Mi mamá se pasó gran parte de la mañana hurgando entre los roperos del departamento para ver si en alguno de ellos había algo que pudiera usarse como disfraz. Yo la veía desde el marco de la puerta batiendo los pesados cajones de madera por donde salían infinidad de prendas viejas que al parecer ya no nos quedaban —y que yo no recordaba haber usado jamás— mientras ella me hablaba del traje negro que mi hermana había usado una noche de Halloween varios años atrás. Yo conocía perfectamente ese traje; ni siquiera necesitaba describirlo. Existía una fotografía en los álbumes de la familia donde aparecía Carolina con la vestimenta completa: zapatos ortopédicos casi cubiertos por la larga bata de satén oscuro que llevaba adornos plateados blancos de lunas, planetas y estrellas. En la mano izquierda sostenía entre sus dedos el icónico recolector de dulces anaranjado con la figura simulada de Jack-o'-lantern. El rostro de mi hermana estaba cubierto por una extraña máscara blanca de calabaza sonriente y en su cabeza portaba un sombrero de pico alto hecho a mano con papel cartulina y que hacía juego con el traje. Detrás de ella se levantaba un ramerio verde y frondoso que me resultaba ajeno por completo pues no parecía haberlo visto antes, cuando vivíamos allí. Todos esos elementos —junto con la iluminación que sólo la hora dorada del atardecer puede otorgar— le daba a aquella imagen un estilo gótico-espectral que a mi me provocaba escalofríos sólo de recordarla. Nunca pude reconocer a la pequeña de la foto como mi hermana, pues su rostro no se veía, y además, yo juraba que Carolina era más alta que aquella criatura. Varias veces en mi infancia me desperté aterrada en la madrugada pensando que la niña de la cara de calabaza aparecería a los pies de mi cama para robarme el alma. Así que, el sólo hecho de pensar que una de nosotras podía ir vestida con aquellos trapos malditos, me quitó las ganas de ir a cualquier fiesta, por muy del siglo que fuera.

Mi hermana Carolina, con el traje maldito.
Por eso convencí a mi mamá de que ya no existía tal disfraz. Le dije que quizá se lo había regalado a una vecina poco antes de mudarnos a La Reforma; o que el tiempo había carcomida la tela y tuvo que tirarlo a la basura una mañana de limpieza. Le comenté que quizá mi abuela lo había tomado por equivocación y cortado a lo largo para cubrir el espejo del baño durante una noche de tormenta. Pero creo que la idea que más le gustó fue cuando mencioné que “El Vaticano lo había confiscado”. Le dije que, el día que mi hermana hizo su Primera Comunión, había confesado abiertamente ante el sacerdote haber recolectado dulces junto con otros niños del barrio un 31 de octubre con tintes paganos donde ella se había vestido de brujita estrafalaria. Las palabras de mi hermana habían derivado en un auto de fe ante la Inquisición que tuvo lugar en la Plaza Corona, junto al kiosco, a un costado de la Iglesia de San Francisco de Asís, pero recalqué que Carolina quedó absuelta de inmediato porque era menor de edad, tenía asma y “se sabía el librito del Catecismo por los dos lados”. Para todo lo demás, le dije a mi mamá, no hubo salvación: el traje de satén había ardido durante los Juicios de Salem la noche horrenda en la que condenaron a las brujas; el gorro negro terminó formando parte de una piñata de siete picos la Navidad pasada y los dulces que había dentro de Jack-o'-lantern fueron regalados a la caridad de las masas. Creo que mi mamá apreció el esfuerzo desmedido de mi imaginación porque dejó de buscar el susodicho vestido. 

Minutos después, al fondo de un compartimento del clóset que estaba en su habitación, encontró bien dobladito y guardado en una bolsa de plástico transparente, un traje sencillo y bonito de la Mujer Maravilla que mi hermana había utilizado para otra fiesta de disfraces tres años atrás. A mí se me iluminó el rostro de la emoción, pero mi sonrisa murió cuando mi mamá, sin reparo de por medio, me otorgó la invitación.

—¡Pruebatelo, Linda! —me dijo entusiasmada. 

—¡Asco, no! —le solté mientras me alejaba tres pasos de ella como si el traje en cuestión fuera kriptonita en estado puro. 

—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo?

—Ehm, ¿todo? —respondí yo con una pregunta que creía bastante obvia. 

Vale, tenía siete, pero ya en aquel entonces los vestigios de una ansiedad generalizada empezaban a asomarse en mi cabeza y brotaban en situaciones como esas. La Mujer Maravilla estaba muy lejos de mi zona de confort. Todo lo que yo veía en esa bolsita era un calzón azul y un corpiño rojo con una estrella dorada en el pecho, así que ustedes me perdonarán la vida, pero yo no pensaba ir a rescatar al mundo vestida con paños menores mientras me ondeaba el cabello al viento. No me pudo convencer ni en ese momento ni después de comida, cuando nos fuimos a la casa de la abuela, donde mi tía Mirna y mi tío Kiki también estaban haciendo lo suyo por conseguir otros tres disfraces para nosotras por todo el barrio. Si yo no quería usar el traje de La Mujer Maravilla entonces mi prima Hilse lo usaría, a sabiendas de que, si no encontraba un traje para mi en menos de tres horas, no podría entrar a la fiesta ni vistiendome de carmelita descalza a última hora. Claro, siempre había un último recurso en el mundo de los disfraces: tomar papel de baño y enrollarse en él para ser una momia o conseguir una sábana blanca en desuso, hacerle dos agujeros a la altura de tus ojos y convertirte en fantasma; pero tales recursos era tan utilizado que seguramente más de una decena de niños se presentarían vestidos así y eso mataba un poco la originalidad de la fiesta. Hilse estaba emocionadisima con ir vestida de la hija de Hipólita, soberana regente de las amazonas. Pero la emoción se le cayó al suelo cuando mi tio Kiki entró triunfante con una capa de Batichica que le había prestado Vero, la hija de doña Pachita, la vecina de la tienda de enseguida. Y no es que a Hilse le gustara Batichica precisamente (vamos, ni a mi me gustaba Batichica) sino que se había enterado también que Gibrán —hijo de Vero y de la misma que edad que Hilse— asistiría a la fiesta vestido de Batman. En aquel entonces Hilse tenía una obsesión con Gibrán que era bastante obvia; bajaba la mirada cuando pasaba a su lado, los mofletes se le ponían rosados y sonreía tímidamente apenas cruzaban miradas de vez en cuando. Después suspiraba como dos minutos y se quedaba en trance otros tres antes de recobrar la compostura y pretender que el amor no había pasado jamás ni por sus ojos ni por sus pestañas. 

Yo no tenía problemas con ser Batichica aunque sí me dio un poco de pena ver a Hilse tirada en el suelo pataleando hasta el cansancio mientras yo veía cómo a su breve historia de amor le caía encima una tragedia más grande que la de Romeo y Julieta. Pero yo no podía ser la Mujer Maravilla, la vestimenta me daba más muerte que vida. Batichica era más recatada en ese aspecto: pantalón y botas de cuero negro junto con una capa hasta la altura de los muslos que iba a juego con el traje y que también cubría la parte superior de la cara y toda la cabeza. Hubiera deseado una camisa de manga larga negra y un par de guantes del mismo color ya que andábamos en eso, pero no podía quejarme. 

Sin embargo, a los dos únicos trajes que teníamos en ese momento les faltaban complementos. Al de la Mujer Maravilla había que remendar el short y coserle un tirante que amenazaba con reventar, y al de Batichica le faltaba por lo menos una pegatina con el logotipo de un murciélago para que supieran que era una heroína de comics y no un personaje de Lucha Libre. La abuela Librada se puso manos a la obra con la ropa de Hilse después de terminar de comer. El sonido mecánico de la antigua máquina de coser aún resuena en los recovecos más profundos de mi infancia como una armonía repetitiva pero agradable. Se escuchaba muy a menudo en aquella casa. Así recuerdo a la abuela muchas tardes, sentada, quietecita, con su pesada máquina, su entrañable amiga, remendando ropa vieja que ya no se fabricaba, con la mirada dividida entre los quehaceres inacabados del inmenso patio y aquello que cosía con sus prodigiosas manos. Desde ahí, desde una ventana sin protecciones ni vidrios, veía a las gallinas hambrientas; la hierbabuena que crecía en las jardineras; las diez cubetas llenas de agua apiladas en la terraza para que se calentaran al sol; los nanchis que caían desde los altos brazos del árbol hasta la tierra seca; las tortillas que había sacado a orear para dárselas al perro junto a otros desperdicios durante las comidas. Aquella fría tarde de otoño, Wuatusi dormía plácidamente a su lado arrullado por el sonido de la máquina, con la temblorina del moquillo canino casi en sincronía con el sonar del pesado aparato. 

Mi abuela llamaba a ese lugar “el corredor”. Podias recorrerlo con cuatro zancadas de palmo a palmo y ni siquiera era lo suficientemente grande como para correr por él, pero a ella le gustaba llamarlo así. Siempre he creído que la abuela Librada soñaba con vivir en otra casa. En una amplia, de inmensos ventanales, habitaciones para invitados y con una enorme cocina de gabinetes grandes y vajillas finas. No era una persona ambiciosa y nunca aspiró sueños irreales dentro de su mente sencilla, pero muy dentro de mí sé que le hubiera gustado vivir otras realidades más optimistas. Cuando llegaba alguna visita inesperada lo único que podía ofrecerle, además de comida en abundancia, era un catre de jarcia que ubicaba por las noches en el corredor. Con dos cobertores de San Marcos y una cobija de lana no te daba tanto frío. Cuando no había invitados que ocuparan el lugar, el abuelo Nico ponía un costal de harina vacío para que Wuatusi se pudiera resguardar del frío y de la lluvia, y también para que cuidara toda el área de la casa que estaba expuesto al exterior, sin puertas ni rejas para protegerlo, pero el perro tenía el sueño tan pesado, que igual le hubieran vaciado toda la casa y él jamás se hubiera inmutado. Wuatusi vivió una década en la casa de los abuelos. Se lo regalaron cachorrito; tan pequeño y peludito que mi abuela juró hasta su último aliento que aquel baloncito de peluche era un Pastor Alemán de pelo corto. Siendo pequeño el moquillo golpeó su débil cuerpo y durante semanas la abuela intentó arrancarlo de las garras de la muerte con medicinas naturistas y medicamento para humanos. Resignada a que no se aliviaría, y viendo que el daño neurológico se estaba evidenciando a pasos agigantados, intentó envenenarlo para aliviar su sufrimiento. Eran tiempos ajenos a clínicas veterinarias o eutanasias meditadas. Sin embargo, Wuatusi no murió; poco a poco se recobró de aquella espantosa enfermedad y el único vestigio que le quedó fue una temblorina perpetua en todo el lado izquierdo que jamás cesó y que yo encontraba terapéutica. Nunca supimos exactamente qué pasó con él. Una tarde de verano partió rumbo al Este con su temblorina a cuestas y su cola ondeando al viento, y desde aquel día jamás lo volvimos a ver. Mi abuela lo esperó todas las tardes durante un mes sentada en su silla de mimbre negro, con el crucigramas en una mano, una pluma en la otra y con la mirada perdida por el camino que tomó Wuatusi el día que se fue. Pero él no regresó; ni ese mes ni el siguiente. Cuando la abuela se resignó a que nunca volvería, le lloró tres días con sus noches y después encendió una veladora en el pequeño altar a la Virgen de Guadalupe que tenía en el cuarto del abuelo Nico para pedir por el eterno descanso de su entrañable compañero.

Cuando la abuela terminó de coser miró satisfecha su trabajo y le pidió a Hilse ponerse el traje para comprobar el resultado. Para ese momento mi tío Kiki había salido a todo prisa en su vieja bicicleta para buscar lo que aún hacía falta: una calcomanía de Batman, papel metálico amarillo para los detalles de las botas de la Mujer Maravilla y algo más de materiales para hacer la tiara. Regresó varios minutos después, cerca de las cuatro de la tarde, para encontrarse con una irritación creciente en Hiriam y Carolina, pues eran las únicas de las cuatro que aún no tenían ni siquiera una máscara para disfraz. Faltaba hora y media para el inicio de la fiesta y la ansiedad ya les empezaba a carcomer la paciencia. Para ese entonces la abuela había entrado en un trance de risa sorda porque no asimilaba el drama de sus nietas, y mi mamá y mi tía Mirna les daban la idea del papel de baño e ir vestidas de momias para dejar el disgusto a un lado. Mi tío Kiki entró mentando de madres a la casa y aventó la bicicleta al corredor, tal y como lo hacía cuando el tiempo apremiaba y él era el que tenía que arreglar los problemas del mundo con sus habilidades ingeniosas. El tío Kiki, hijo menor de mis abuelos, siempre fue una persona voluble y de carácter fuerte; burlesco a su modo y necio en su proceder. Decía dos groserías por cada tres frases que salían de su boca y más de una vez a la semana reñía con mi abuelo o mi tía Marta, su hermana, sobre cosas tan triviales que se podían arreglan con dos sencillos pasos; pero definitivamente no era una persona mala. Murió muy jóven, de SIDA, poco después de regresar de Tijuana con una tos tísica y extraña de la que jamás se recuperó. Fue, a su manera y a pesar de todos sus defectos, una de las personas más importantes en mi vida y aun recuerdo sus gestos, sus tics y las largas conversaciones que compartimos en la casa de la abuela acompañados de una comida riquísima hecha por él con esas anécdotas graciosas que siempre resultaban más agradables escucharlas a través de su boca. 

Mi tío arregló las botas de Hilse e hizo su tiara en un santiamén, mientras nos contaba la odisea que pasó tratando de conseguir la calcomanía de un murciélago para mi disfraz. Dijo que se había pasado desde La Paviche hasta La Sultana y desde La Casa Nueva hasta toda papeleria y dulceria con la que se toparon sus ojos en el camino. Al regresar, Vero, la hija de doña Pachita, mencionó que por ahí le había sobrado una a ella y se la dió. Para cuando iban a dar casi las cinco de la tarde, Hiriam y Carolina estaban hechas un manojo de nervios. Sabían que el tiempo apremiaba y pasaron de un estado catatónico de estupefacción a una crisis nerviosa de miedo y agobio. Sudaban, temblaban, vociferaban con voz afónica diciendo que no habían puesto demasiado empeño en hacerse de un disfraz; que la invitación llegó demasiado tarde el día anterior; que a quién se le ocurría hacer una fiesta de disfraces en pleno diciembre; que quizá no había cabida para ellas en un cumpleaños así, cuando ya casi rozaban los doce años. Se convencían así mismas que quizá, ya en el umbral de la hora cumbre, eran demasiado mayorcitas para vestirse con disfraces de superhéroes y pretender romper piñatas en las fiestas infantiles del barrio. Al final les entró una resignación triste y amarga, y se sentaron en los sillones de la sala con un semblante sombrío diciéndole a la abuela —quien resolvía su sopa de letras con una media sonrisa pícara— que se quedarían con ella aquella tarde para hacerle compañía. Sintonizarían las caricaturas de la tarde y le ayudarían a darle maíz a las gallinas antes de dormir. Después sacarían las sillas tejidas a la banqueta y verían a los vecinos pasar mientras esperaban la pipa del abuelo que tarde o temprano arribaría con el hambre en el estómago y unas ganas tremendas de descansar. Sin embargo, ninguna de ellas contaba con la sagacidad del tío Kiki, que apenas terminó de aplastarme la calcomanía de Batman en el pecho y ponerle la tiara a Hilse, ya se había puesto manos a las obras para hacer el gesto caritativo del día. 

—Irán vestidas de la abuela Librada —les dijo a las dos mientras pasaba del área del comedor a la sala y de ahí a la habitación que siempre compartió con la abuela.

Batichica y la Mujer Maravilla lo seguimos por instinto, anonadadas, y al poco tiempo Hiriam y Carolina hicieron lo mismo. Le vimos batir a toda prisa el viejo ropero que la abuela Librada utilizaba para su ropa, mientras maldecía por lo bajito como solía hacerlo cuando no encontraba lo que buscaba y el tiempo apremiaba. El ropero de la abuela era grande, de madera oscura, desbordado de ropa con telas extrañas y vestidos sencillos del mismo corte hechos a la medida. El tío Kiki sacó y metió prendas de cajón en cajón hasta que encontró lo que quería: dos viejos vestidos que la abuela no utilizaba desde hace años, y mandó a mi hermana y a mi prima a que se los probaran de inmediato. 

—Ustedes dos —nos dijo a las heroínas de tiaras, corpiño, capa y máscara que le mirábamos expectantes— vayan a la tienda de Don Daniel y diganle que les venda cuatro bombas del color que sea. 

—¿Pero para qué? —preguntamos al unísono.

—¡Ustedes vayan! —nos gruñó mientras nos daba una moneda para la misión. 

Le obedecimos, ¿qué más podíamos hacer? Ya pasaban de las cinco de la tarde y no había lugar para cuestionamientos absurdos. Para cuando regresamos, Hiriam y Carolina estaban vestidas, pero más planas que una tabla. Le faltaba voluminosidad a los trajes, y para eso eran los cuatro globos. Para ese entonces el tío Kiki ya las había embadurnado con el talco Myrurgia que la abuela usaba después de bañarse y el agua de colonia para las ocasiones especiales. Olián a seres antiguos; a ancianas viejas carcomidas por la edad, pero la vitalidad del rostro las delataba. Habían pasado de la desolación más profunda al más sublime de las satisfacciones. Dos globos en el pecho y dos más en el trasero le dieron profundidad al personaje de la abuela Librada, transmutada ahora en niñas aún jóvenes que se negaban a crecer. Un poco de talco más en el pelo para las canas y su vestimenta estaba casi lista. Dos pares viejos de zapatos de tela oscuros completaban los conjuntos. Estaban anchos debido a los juanetes que la abuela tenía en los costados de sus pies y las niñas tuvieron que rellenarlo con papel de baño para que nos se les salieran al caminar pero eran perfectos para la ocasión. Para ir acordes con la modernidad decidieron buscar en los cajones del viejo trinchador del comedor, donde la abuela guardaba varios conjuntos de vajillas hermosas que esperaba usar en ocasiones especiales que nunca llegaron. Los cuatro cajones del robusto mueble contenían una parafernalia variada de cosas: cartillas de vacunaciones, actas de nacimiento, cordones umbilicales de nietos que ella cuidó en sus primeros días, lápices y plumas sin tinta, recibos de agua y luz, cajas de medicinas caducas, y antiguos armazones y lentes que ya no utilizaban. Aquella vitrina olía perpetuamente a humedad y a Mejoralito, y de vez en cuando la abríamos únicamente para embriagarnos con su olor. Mi prima y mi hermana tomaron dos viejos pares de lentes de sol y su disfraz quedó completo. 

Poco antes de emprender nuestro camino a la fiesta, alguien, no recuerdo quién, nos tomó la foto que acompaña este relato. Felices y contentas, heroínas y ancianas, estábamos dispuestas a salir ahí afuera y conquistar el mundo con nuestra gallardía y nuestra testarudez. De vez en cuando contemplo esa foto para recordar quiénes fuimos en el pasado: la levísima sonrisa mía conteniendo el aliento frente a una cámara fotográfica (porque muy en el fondo yo sabía que la compañera del Caballero de la Noche tenía cosas más importantes que hacer que sonreír), a mi lado estaba Hiriam, mi prima, con su traje de grabados extraños y las pantimedias rotas de la abuela cubriendo las piernas blancas; Carolina enseguida de ella, con su vestido floreado de color café cenizo y lentes negros, pretendiendo conquistar a cuanto anciano se cruzara por su camino; e Hilse recargada junto a ella, como la nieta que busca la protección de la nana, trajeada con esa ropa que yo me negué a vestir y que ella portaba con la felicidad como carta de presentación sincera. Fuimos inseparables siendo niña. Un cuarteto de pequeñas criaturas inquietas que conocían todos los recovecos de los pueblos donde crecieron y que cargaban en sus diminutos brazos las cicatrices de aventuras vividas entre las ramas de los árboles y las bardas que atestiguaban nuestro caminar.   

La Fiesta del Siglo fue una fiesta típica de los Polanco de palmo a palmo. La entrada al enorme patio nos recibía con un par de globos de helio sostenidos con unas cuerdas amarradas a unos ladrillos quebrados, y varas metálicas en forma de arcos desplegaban bombas multicolores y serpentinas a lo largo de todo el jardín. La decoración se dividía entre la temática de cumpleños y la de Navidad con una pasmosa facilidad y se mezclaba con el ambiente de una manera sumamente natural. El lugar estaba repleto de mesas y sillas de plástico acomodadas en forma de rectángulo, de tal manera que el centro quedaba vacío, dispuesto a servir como pista de baile improvisada. Olía a tierra mojada, a cerveza y al perfume caro de los invitados. Sobre los manteles blancos reposaban, como alimento para las aves, diversos platos de botana, ceviche, frituras y cacahuates junto con botellas de alcohol y refresco que eran devorados sin reparo por los comensales. Cuando arribamos a la celebración, el lugar estaba casi lleno y una multitud de niños disfrazados ya correteaban entre los arbustos del lugar con esa cotidianidad que les otorgaba la infancia. Causó bastante sensación los disfraces de Hiriam y Carolina, pues no había nadie entre las decenas de pequeños ataviados con trajes variopintos, que fuera vestido remotamente igual a ellas. Rápidamente las reconocieron como las nietas de doña Librada y los ojos risueños que brillaron detrás de aquellos lentes oscuros agradecieron en silencio las locas ideas del tío Kiki, quien tarde o temprano arribaría a la fiesta para amenizar con esas historias que siempre se traía a cuestas. También hubo espacio para villancicos clásicos en medio del repertorio en vivo de un grupo musical que tocaba las canciones de Los Ángeles Azules y de Los Johnny Jets dos tonos más arriba de lo normal, y hasta una obra de teatro organizada por Eliazar nos partió de la risa un par de horas después de nuestra llegada. Hubo tres piñatas, búsqueda del tesoro, juegos grupales, concursos musicales, dulces caros y pasteles enormes. 

Tal y como lo pensamos, había varios niños disfrazados de fantasmas de sábanas blancas y momias de papel de rollo que nadaban como almas en pena en medio de un cementerio que rebosaba demasiada vida para sus desgracias. Un par de vampiros de dentaduras de plástico —que ni siquiera se inmutaron con la luz del sol— jugaban con canicas cerca del mango, mientras otro puñado de brujas barajaban unas cartas de la lotería mexicana al ras de una montaña de arena. Un niño vestido del Chapulín Colorado aporreaba su chipote chillón en el tronco de un árbol muerto y el Chavo del 8 se escondía cabizbajo en un oxidado tambo de basura muy cerca del zaguán. Superman intentaba arrancar un papalote de los brazos de un árbol de limón y una pequeña payasa arrojaba piedras a un charco que se negaba a desaparecer. Había otros tres Batman además de Gibrán y dos Mujer Maravilla además de Hilse. Una Batichica como yo canturreaba una canción de Cri-Cri cerca de las mesas de los adultos, pero su traje era más bonito que el mío y su capa de un material aún más brillante. Otra niña se hubiera sentido mal de saber que tenía competencia en aquel escenario de talentos, pero yo no, de hecho, puede respirar tranquila cuando me di cuenta de que las vistas se fijarían más en ella que en mí, lo cual siempre resultaba agradable. Después llegaron más pequeños y más adultos; niños disfrazados de seres innombrables y personajes bíblicos que habían confundido la celebración con una pastorela escolar o con una de esas posadas tan típica que también hacían los Polanco para esas mismas fechas. Una niña morena de larga cabellera negra con un traje violeta de lentejuelas brillaba con la misma galantería con la que Selena Quintanilla rindió al público a sus pies desde el primer éxito que cosechó en sus manos en suelo estadounidense. Apenas en marzo de ese año la reina del Tex-mex había sido asesinada en Corpus Christi por la presidenta de su club de fans en un crimen que jamás terminó de aterrizar en nuestras pequeñas mentes a una edad tan inocente. Cerca de dos años después de esa fiesta de disfraces haríamos largas filas —entre lágrimas saladas y lonches escondidos en nuestras mochilas como si estuviéramos traficando con droga— en la ancha banqueda del mítico Cinema I.Q. para ver la adaptación filmográfica de su vida llevada a la pantalla grande.  

Eran otros tiempos, éramos otros niños, eran otros aires. La fiesta comenzó y terminó oficialmente, y continuó incluso hasta el día siguiente. Aun trato de recordar de quién fue el cumpleaños y si existe más de alguna fotografía del evento además de aquella que nos tomaron al lado del pino navideño en la casa de los abuelos. Me llegan fragmentos fugaces de esos días de sosiego y alegría, cuando la Navidad se respiraba distinta y la vida se sentía más sencilla. Todavía evoco con nostalgia nuestras aventuras inverosímiles y una punzada de melancolía me golpea el corazón como un puño que me acompaña hasta el anochecer. No fue una época fácil, pero nosotros, siendo niñas, no lo sabíamos. Poco tiempo atrás la sangre de un candidato a la presidencia había bañado las barriadas pobres de Tijuana, y México había guardado un luto extraño que fue más visible en el pueblo que en la política. La crisis económica que golpeó la nación durante el error de diciembre en 1994 marcaría un punto imborrable en la memoria colectiva del país y forjaría los cimientos de las décadas que vendrían después de aquella tragedia. Pero nosotros, siendo tan pequeños, no lo sabíamos. Nuestras crisis eran otra y nuestros problemas más sencillos. Sólo queríamos ir a fiestas del siglo cuando aún no sabíamos ni lo que era una fiesta ni lo que era un siglo. Queríamos golpear piñatas de cántaros hasta que las manos nos temblaran con el dolor sordo del esfuerzo. Habríamos volado cometas en la escuela Gutiérrez o en la primaria de El Llano, en la vieja Angostura, desde el amanecer y hasta el ocaso. Y con gusto hubiéramos pasado las tardes de vacaciones sentados en la sala de los abuelos con unas frituras y un helado de Kool-Aid fiados de la tienda de Don Daniel. Éramos niños inocentes, que se morían por ser los primeros en elegir las cucharas torcidas de la abuela o el mango más grande de los que caían en el jardín. Pequeños diablillos que corrían a la habitación del abuelo Nicolás, cerraban la pequeña ventana azul y se posicionaban en la cama alta de tres colchones o en el enorme baúl del difunto tío Mario para encender la vieja televisión en blanco y negro y conectar el Super Nintendo que nos prestaban los hijos de la maestra Rosa Grave de vez en cuando. A veces añoro aquellos días de ruido y aventuras, donde la imaginación era tan palpable como la realidad, y donde detalles ahora importantes carecían de un mayor significado del que le pretendiamos dar. Aun paso por la casa de los Polanco, sin doña Cheba formando parte del paisaje, con un color distinto y un zaguán que luce diferente al que conocí siendo apenas una niña, pero los sentimientos siguen siendo los mismos; tan certeros y precisos, tan arraigados en mi mente como en la de mis primos y mi hermana. Negándose a morir a pesar de los años transcurridos; a pesar de que el Escuinapa de estos tiempos modernos, de motocicletas y plazuelas nuevas, es tan diferente al de nuestra infancia. 

Navidad de 1993, La Reforma, Angostura, Sinaloa. 

24 sept 2018

BOOKTAG: Las enfermedades de los libros

No sé por qué he puesto una fotografía de Cien años de soledad
si no siquiera lo menciono aquí. 
Me gustaría saber dónde se gradúan los que se inventan esta clase de tags xD. Aunque para pasar el rato me parecen bien. Además, me sirve para darle resucitación cardiopulmonar a este blog mientras me encuentro aquí, perdida en el Sahara del Principado (¡Si yo les contara dónde estoy!).

  • Diabetes: Un libro dulce. ¿Hay algo más dulce, cursi y empalagoso que Orgullo y Prejuicio? Sí, ya sé, un millón de libros más; pero quiero que sepan que eso del romanticismo no me va muy bien y soy una grinch total para el género, así que me limitaré a decir que esa novela es la cantidad de azúcar que mi mente literaria puede tolerar. Lo demás me produce coma diabético y una historia así no la puedo terminar porque entró en shock y muero.
  • Varicela: Un libro que no volverías a leer. Seguramente muchos, pero no sé por qué El lío de la Madonna de Santiago Martínez Concha me resultó tan pesado y aburrido que me ha dado sueño sólo de recordarlo. Lo leí en una época en la que no podía ni sentía la capacidad de botar un libro sin terminar de leerlo. Era inaceptable para mí hacer eso; una especie de sacrilegio (equiparado a rayar un libro o quemarlo) así que lo leí con la misma flojera de un perezoso y al concluirlo me juré que jamás, por ningún motivo, volvería a releer aquel espanto. Escribí sobre esta novela en este post
  • Insomnio: Un libro que te haya mantenido todo la noche despierto. El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson. Lo leí una noche calurosa de insomnio en Culiacán, cuando estudiaba la universidad y, como era una historia pequeñita e interesante, una vez que comencé a leer ya no pude parar. Me atrapó por completo. La dualidad de “ambos personajes” me parecía tan mítica como extraordinaria. Una joyita de clásico; único e imprescindible.
  • Gripe: Un libro que esté en todos lados. No es uno, créanme, son muchos. La última vez que entré a una librería fue hace apenas dos semanas y algo que ahora reina en ellas cuando entras ahí son los libros de decenas de YouTubers. ¡Son una epidemia! xD No estoy en contra de ellos, claro que no, pero sí choca un poco la impresión que causa verlos ahí en primera plana, (y allá muy apartaditos, en el fondo, puedes ver a Cortázar, García Márquez  o la Poniatowska destilando olvido). Y es que estos libros brillan más por sus colores que por la gramática o la prosa empleada, pero son libros para los no-lectores, lo sé. Muchos son de fácil digestión; masticados y con brillantinas, para que no te duermas en el proceso de lectura. Pero definitivamente desconcierta un poco. 
  • Amnesia: Un libro que olvidaste haber leído. Definitivamente El Alienista de Caleb Carr. Y vaya usted a saber por qué, ¿eh? Porque fue un libro que me gustó muchísimo en su momento. Hace poco, cuando Netflix estrenó el trailer de la serie, pensé que la trama me resultaba conocida, pero no sabía de dónde ni por qué motivo. Investigué un poco sobre el trasfondo y al leer la sinopsis en algún blog fue cuando recalé que ese libro ya había pasado por mis manos xD. Creo que el motivo de mi olvido fue porque el libro no era mío, sino de mi hermana, y me lo prestó un par de días antes de devolverlo. Así que para refrescar mi memoria quizá debería volver a él.
  • Asma: Un libro que te haya robado el aliento. La ladrona de libros de Markus Zusak definitivamente.
  • Desnutrición: Un libro que te supo a poco. Tristemente varios, pero Bajo la misma estrella de John Green definitivamente se lleva el premio. Las falsas expectativas eran culpa mía, claro, pero no dejó de ser decepcionante saber que no era ni de cerca lo conmovedor que yo esperaba. O quizá fue que cuando lo leí estaba muerta por dentro. También tengo que admitir que los libros juveniles no son mi fuerte, en general; y cuando apuestan al sentimentalismo fácil me resultan un tanto falsos y superficiales, no porque así lo sean, sino porque así los percibo. Bajo la misma estrella cumplió con esos requisitos; y aunque quise verle la profundidad y las metáforas conmovedoras que supuestamente podían leerse entre líneas estas jamás golpearon ni poquito las paredes de mi amargado corazón. #NoEresTúSoyYo #Mentira #SíEresTú
  • Cinetosis: Un libro que te haya hecho viajar a través del tiempo. Ehm, la saga de Forastera en general, de Diana Gabaldon. No es solo que te hagan viajar en el tiempo, literalmente, sino que logras empatizar tanto con sus protagonistas que terminas acompañándolos hasta el exilio inhóspito de otras tierras, ya sea en África o en América. Una saga de libros que la he sentido muy personal desde el primer momento que comencé a leer. JO-YI-TA.

7 dic 2017

Secret Forest/Stranger (tvN, 2017)

Título: Secret Forest/Stranger
Año: 2017
Género: Drama político
Episodios: 16
Cadena: tvN
País: Corea del Sur
Online: Drama Fever || Netflix

A mi me ganan con un buen thriller. Ya lo mencioné aquí un año atrás, cuando reseñé el primer drama coreano de ese género que tuve la oportunidad de ver. Signal (tvN, 2015) sigue manteniéndose ahí, en la cúspide de lo que un buen show debe ofrecer como mero respeto a la audiencia. Ahí también expliqué por qué motivo suelo evitarlo tanto. Grandes decepciones en el camino me han enseñado que no cualquiera puede abordar el género. No cualquiera tiene la habilidad de mantenerte en vilo el tiempo suficiente para especular sin caer en el agobio y el enfado. En el mundo del suspenso todo es así, dudoso hasta el hartazgo, con una trama plantada en un campo minado donde la más leve sospecha hace detonar el arsenal completo; donde una frase o un objeto clave en un momento inadecuado del escenario desmorona la fragilidad donde se sostiene esa trama; donde una revelación antes de tiempo mata la intriga, atraviesa la cuarta pared y aniquila de un golpe la curiosidad que mantiene inmóvil al espectador del otro lado de la pantalla. Y Secret Forest (Stranger) es el ejemplo de que, cuando una historia se crea con respeto a la audiencia, sin subestimarla ni un momento, esta se transforma en una obra soberbia de principio a fin. Y hoy he regresado aquí para explicar por qué lo considero de esa manera.

Secret Forest llega de la mano del director Ahn Gil-Ho (Mrs. Cop, Rooftop Prince, Only Love) y de la también directora Lee Soo-Youn (Bluebird, The Uninvited), quien con este trabajo marca su debut como guionista dentro del mundo de las series dramáticas. Eso sí, ya con leer la sinopsis sabemos que los elementos que forman la trama no necesariamente brillan por su originalidad. En ese aspecto, Stranger no ofrece absolutamente nada novedoso. Nada que no hayamos visto antes. De hecho, siendo yo relativamente novata en este mundo, posiblemente la mitad de las series que me he engullido han involucrado a fiscalías y cuerpos policiales que destilan corrupción hasta por las ventanas de los sanitarios. Ni siquiera Signal difirió en ese aspecto. Sin embargo, es la forma en la que plantean el conflicto y lo resuelven lo que logra equilibrar esa balanza donde se sostienen sus rebuscados elementos. Y es que, el tema de la corrupción en Corea del Sur, es un asunto puntiagudo que golpea fibras sensibles de la sociedad contemporánea y abarcan una diversidad de organismos y personajes varios en la realidad. De hecho, no hace mucho vimos rodar la cabeza de la mismísima Park Geun-Hye en una destitución presidencial que superó cualquier serie del horario estelar (toda su vida supera cualquier serie del horario estelar, para ser sincera) y de paso asombró al mundo entero por lo bizarro de su trasfondo. Por eso, un caso como el que nos plantea Secret Forest no resulta tan disparatado después de todo.

Aun así, tuve mis pegas fuertes para embarcarme en una serie estando aún en emisión. Y es que, otro de los motivos por los que suelo evitar este género es porque mi trastorno ansiedad no me permite llevar una vida normal. Si a eso le agregamos una obra que te deja así, al borde del acantilado (como el cliffhanger más clásico) durante una semana entera pues es casi una sentencia de muerte con lenta agonía incluída. Vámos, no es lo mismo que leer un libro de suspenso y quedarte hasta las tres de la madrugada devorando sus páginas como si no fuera jamás a salir el sol a quedarse cinco días planeando las dudas y las posibilidades más inverosímiles en la cabeza. Por eso yo soy de dramas ligeros, de hecho, tuve que parar por un momento el visionado de Suspicious Partner ⚊otra serie que se mueve por las mismas aguas pero dentro de la comedia romántica más pura⚊ para concentrarme exclusivamente en esta, con una densidad mucho mayor y un argumento más definido y riguroso. Por eso, no puedo evitar pensar en todos esos dramas ajenos al thriller que se han quedado muy arraigados en mi mente y de los que me es imposible desprenderme por completo. A lo largo de los últimos meses he visto series de peso que también merecen su reseña justa y mi opinión personal, sin embargo mi mente se niega a cooperar porque ni siquiera sé cómo abordarlos. Tomorrow With You es una joyita muy poco valorada por al audiencia que aún hoy no atino a saber por qué y de la que podría escribir un análisis con el grosor de una tesis. Goblin: The Lonely and Great God se convirtió en mi drama de fantasía favorito por sus personajes, su historia y su cinematografía. Caí rendida casi simultáneamente ante la cursilería de las parejas protagonistas de Weightlifting Fairy Kim Bok Joo y Strong Woman Do Bong Soon y disfruté muchísimo viendo Man x Man, siendo que los dramas de acción no son mi fuerte en lo absoluto; y eso sólo por mencionar algunos.

Secret Forest entra de lleno a un estilo al que raramente suelo acercarme: ver los episodios conforme se emiten. Comencé con un maratón de 3 días donde engullí como reptil hambriento los ocho primeros episodios, para después pasarme el noveno al día siguiente y horas más tarde el décimo (ambos recién emitidos en Corea del Sur), con una sincronización que me inventé nada más por qué sí, por mera diversión. El viaje ha sido fenomenal, por supuesto, y ya extrañaba muy en el fondo esa sensación de camaradería entre un fandom en concreto. Yo generalmente no participo activamente en éstos debido a lo pesados y chocantes que se vuelven a veces. Secret Forest, al tener una legión de seguidores en occidente muy chiquita y concreta, además de astuta y visual, me ha resultado sumamente gratificante mirar todo desde adentro (no por ello menos estresante, claro). En el foro de la serie de Soompai y en los comentarios de las recapitulaciones de DramaBeans se respiraba un debate inteligente, entre teorías e ideas que señalaban pistas, sospechosos y presuntos culpables en un maravilloso juego mental que nos servía para ahogar las ansias mientras los días pasaban y el fin de semana llegaba. Sin estos dos lugares, junto con Tumblr, quizá la espera me habría resultado demasiado tortuosa para mi gusto y pausar su visionado hasta la transmisión final sería la única solución a mi nivel de ansiedad.


El punto fuerte de Stranger reside en su argumento lineal y en un arranque aparentemente sencillo. El primer episodio es también el que sirve de cimiento para todo lo demás. Una mera introducción discreta a personajes y escenarios que más adelante se agrandan en un atlas argumental más complejo. Y es que, de hecho, el asesinato que se comete aquí, se resuelve con una rapidez inusitada y sin una sola traba, lo cual me resultó bastante extraño (¿entonces qué era lo complicado en todo esto?). Tenemos el juicio final y una sentencia que se veía venir por inercia. Nada novedoso, nada sorprendente. Lo que parece ser un recurso reprobable y típico ante un asesino acobardado se convierte en el punto cumbre donde la ebullición de la corrupción gubernamental sale a flote. La duda base es planteada aquí en el espectador, ¿de verdad han sentenciado a una persona inocente? El suicidio de Kang Jin Seob en las frías celdas de la prisión junto con su carta póstuma se convirtió en un efecto mariposa que se extendería dos meses y haría caer en el proceso a figuras públicas de renombre en la sociedad coreana. Pero el caso del asesinato de Park Moo Sung no tendría la repercusión que tuvo si el fiscal Hwang Shi Mok hubiera estado fuera de escena en el momento más adecuado. Es así como introducen a nuestro héroe en turno, del que ya vemos un leve boceto sobre su pasado en los primeros minutos de la serie.

Hemos visto a muchísimos personajes como Hwang Shi Mok en el ámbito televisivo. Últimamente se puso de moda presentar a protagonistas así, sumamente inteligentes, superficialmente fríos y aparentemente protegidos de todo tipo de emociones que, si no fuera por su moralidad innata, fácilmente serían catalogados como sociópatas, tal como lo mencionó @neslinin en su blog. Él parece ser uno de esos eres contracorriente que se meten en problemas en un episodio sí y en el otro también, tratando de utilizar sus métodos ⚊algunas veces poco ortodoxos y otras veces por demás polémicos⚊ para conseguir un bien mayor. A mi me agradan. Personalmente son individuos que me llaman la atención por salirse del molde social arrasando a su paso con las normas impuestas por la comunidad en la que se desenvuelven. Eso no implica que apruebe su modo de proceder para obtener los resultados deseados; pero me agradan. Sin embargo, es aquí donde el fiscal Hwang se lleva estafeta y corona como uno de los personajes más emblemáticos con los que me he topado en mi caminar. Jamás se especifica qué tipo de trastorno mental desarrolló en la infancia. A grandes rasgos parecía tener una especie de hipersensibilidad sensorial, por lo que ciertos estímulos externos provocaban en él una reacción agresiva que fue tratada con una cirugía cerebral que le desconectó las emociones. Sin embargo, su inteligencia connatural quedó intacta. Y es aquí donde reside su mayor virtud. Un par de episodios más adelante, la detective Han Yeo Jin le hablaría de cierto “complejo de superioridad” que parecía sentir frente a sus colegas; algo en lo que él no había reparado hasta ese momento. Protagonistas como Shi Mok brillan precisamente por ese mismo motivo, pero llevado a un nivel extremo y mucho más conscientes de su virtuosismo. Son soberbios hasta el tuétano, hartamente consecuentes de su habilidad y razonamiento. Individuos pragmáticos, hasta cierto punto egocéntricos y soberbios, que se escudan bajo esas singularidades para esconder la ausencia de una habilidad colectiva que deben de poseer por mero empirismo al ser animales sociales. Ellos están más que conscientes de esa superioridad y la usan a su beneficio para mirar desde arriba de su ego a los neurotípicos que los rodean.

El fiscal Hwang está muy lejos de este perfil presuntuoso, pues parece no tener ni la capacidad ni la necesidad de jactarse inimitable. Lo presentan como un hombre sumamente respetuoso con sus superiores; con una inocencia inverosímil acompañada de una dosis de ingenuidad desmesurada. Como fiscal, es el soporte que sostiene la balanza donde reside todo aquel que debe rendir cuentas ante la ley. En algún punto de su vida descubrió que podía convertir su aparente insensibilidad en una ventaja utilizada para limpiar un poco la escoria que engullía a la sociedad. Creía tener la honradez necesaria para llevar a cabo esa tarea y la cumplió al pie de la letra hasta toparse con éste caso en particular. El primer episodio en verdad me hizo cuestionar si valía la pena tener a un protagonista así, pues me parecía más plano que una pared, con una identidad falta de matices, por no decir nula. Sin embargo, dos escenas posteriores terminaron por aniquilar mis dudas. Eso, junto con la interacción que mantiene toda la serie con la teniente Han Yeo Jin hizo darme cuenta que no había otro personaje que pudiera abarcar su puesto. Sus movimientos mecánicos, previamente pensados, tienen sus motivos y repercusiones. La primera vez que vemos esto sucede en los pasillos de la cárcel donde el señor Kang decidió quitarse la vida, cuando se topa con la viuda afligida por la reciente pérdida. Lo que parece ser en primera instancia un gesto inadecuado hacia la mujer pronto consigue dar sus frutos. Y las primeras partituras de esta sinfonía abominable de corrupción y poder comienzan a resonar en todas direcciones.

Pero existe otro momento en concreto en el segundo episodio donde Shi Mok demuestra de qué está hecho su temple y hasta dónde es capaz de llegar para encontrar las raíces mismas del caso.

⚊Asumo que entiendes a qué quiero llegar con tu silencio.
⚊La posición de jefe de sección no es suficiente para mí, señor. Me agrada este escritorio; justo aquí. Deme esta posición a cambio de su petición.
⚊¿Ésta siempre ha sido tu verdadera personalidad? ¿La de un fiscal al que sólo le importa ser promovido?
⚊Le prometo que entonces lo seguiré por el camino que usted tome. Así que por favor, sea mi guia.
⚊¿Y después de eso?
⚊Después de eso, arrástrame si quiere.

No hubo declaración de guerra más convincente que ésta. La conversación entre Hwang Shi Mok y Lee Chang Joon, su superior, fue el preludio de una contienda sin cuartel que se alargaría por cerca de 60 días.

El oponente más directo del fiscal Hwang es Seo Dong Jae, un colega suyo que trabaja en las mismas oficinas del Oeste de Seúl y que poseé todas las herramientas sociales y laborales que Shi Mok jamás podría tener. Sin embargo, estos también son sus puntos débiles. Eso, aunado a una altivez atípica que disfruta al regodearse de sus hazañas, dan como resultado una mediocridad estratégica que provoca recaídas constantes en su avance a lo largo de todo el drama. Resulta un tanto gracioso ver cómo va perdiendo compostura y orden cuando se siente acorralado por terceros. Entonces sí saca a relucir sus colmillos de lobezno recien domado creyendo que esto será suficientes para llenar los huecos que su falta de sentido común termina aniquilando. La suya fue una travesía tormentosa, más por las circunstancias que por los eventos que la envolvieron, y uno hubiera esperado un poco más de astucia para no verlo tan hipnotizado por el prestigio y el poder que venía recogiendo del piso desde su primer minuto en pantalla hasta el último.

Pero si acaso existe en esta serie alguien con un gesto de desesperación más evidente que él, sin duda alguna fue Eun Soo, la fiscal aprendiz de Shi Mok cuyo primer caso fue  precisamente el asesinato de Park Moo Sung. A la chica se le resbala la desesperación en la mirada desde que nos es presentada. Apenas se asoma frente a nosotros, ya intuimos que carga bajo sus hombros un pasado denso que no atinamos a entender en un principio. La historia trágica de su padre fue el resultado de una estrategia política desvergonzada y reprobable que aún hace sombra en los pasillos de la fiscalía donde su hija ahora se desenvuelve. El fallo de la joven novata recayó en su falta de experiencia y la testarudez con la que se atrevió a enfrentar la batalla. Lo suyo fue más un accidente previsible que un crimen premeditado. Su pecado estuvo ahí, al hurgar donde no debía para intentar ⚊a base de rabia y terquedad⚊ devolverle esa reputación que su padre perdió durante sus años de reclusión autoimpuesta después de que sus colegas y subordinados lo apuñalaran por la espalda en un caso de corrupción por demás peculiar y extraño. Su asesinato también fue un punto muerto que se veía venir, pero que muy en el fondo todos nos negábamos a creer que sucedería. “Eun Soo se merecía algo mejor” he leído por ahí hace unos días. Y por supuesto que se merecía algo mejor, pero su resentimiento ante el atropello que sufrió su progenitor la cegó tanto que no le permitió meditar cuánto se estaba adentrando a terrenos pantanosos. Shi Mok, siendo su mentor, se lo advirtió una y otra vez. Se lo planteó desde diferentes perspectivas. La amonestó por decisiones precipitadas que pusieron su vida al borde del abismo. Cuando ví que Seo Dong Jae estuvo a nada de asfixiarla en aquel oscuro callejón supe que Eun Soo estaba dispuesta a morir por lo que creía y, después de ahí, nada resultó sorprendente.

Su asesinato no dolió tanto por ser inesperado sino porque ella, por sí sóla, merecía un trato mejor de parte de aquellos que la subestimaron. Aunque formó un extrañísimo vínculo con Dong Jae antes de aquel incidente (de hecho, desde su primer caso) no deja de ser un simple títere en el teatro guiñol que él mismo se inventó en sus ratos de aburrimiento. Los pecados del padre ⚊pocos pero recios⚊ y todo el silencio que se guardó para sí sin decirle nada a nadie, fue lo que terminó matando a la niña. Resulta doloroso para el anciano admitir que, en este juego de poder donde él pretendía ser el alfil que daría la última estocada al rey, también correría la sangre de su única hija como una ofrenda lúgubre en un tablero blindado para aquellos más poderosos que él. Por eso dolió tanto aquel grito desgarrador que Shi Mok le dedica en ese funeral atribulado. El dolido padre sólo buscaba señalar a un culpable ⚊cualquiera⚊ de ese horrendo dolor que se traía a cuestas, y pensó que señalando a uno de sus antiguos aprendices (el más honesto de todos, vale decir) volcaría en él un poco su rabia, pues no mucho tiempo atrás le había encomendado su bienestar. Pero el joven fiscal le reviró el golpe justo donde sabía que más le dolería, recalcando al veterano superior su reciente negativa a divulgar la información que señalaba directamente a esas perversas figuras políticas que tanto daño causaron a instituciones gubernamentales y, en el fondo, ambos sabían que habían terminado matando a la chica.    

“¡¿Y usted por qué sólo se quedó observando?! ¿Por qué no peleó? ¿Por qué no hizo nada además de esconderse durante todos estos años? Usted nos enseñó la Ley para pelar ante las injusticias, ¡¿entonces qué ha estado haciendo todo este tiempo?! ¿Piensa que guardó silencio por amor a su familia? ¿Acaso no fue en realidad porque sólo se había convertido en un cobarde?”

Esta escena es fuertísima. No sólo porque nos muestra una faceta desconocida de nuestro protagonista, sino porque pone de manifiesto cuánto puede doler una verdad dicha en el momento adecuado. Y Shi Mok es la clase de persona que te las dice de frente, mirándote a los ojos y viendo en ti la culpa que tanto pretendes esconder. Algo en él también le resulta quejumbroso. Entre todos, quizá fue quien le dio el peor trato a Eun Soo. Aun intento descifrar a qué se debía esa actitud tan nefasta de él hacia ella. ¿Acaso su ceguera social no le permitía reparar en lo descortés que se veía cuando le hablaba? ¿Acaso no confiaba en sus habilidades? Eun Soo fue una chica sumamente inteligente, pero cuyas alas no pudieron expandirse en su totalidad porque el tutor que tenía jamás le permitió volar tanto como debería. Y eso es algo que resuena en la conciencia de Shi Mok; algo que jamás se podrá sacar y con la que tendrá que aprender a vivir; esa culpabilidad de no haber confiado en una de las personas más cercanas a él; por no haber sentido una pizca de orgullo cuando debía hacerlo y no otorgarle el mérito que se merecía como mera integrante de su equipo base. A mi me costó aceptar la muerte de Eun Soo como algo estrictamente necesario, pero al sincerarnos podemos entender que sólo algo así de injusto, abusivo y trágico podía espabilar al fiscal Hwang hasta remover sus más primitivos deseos humanos; esos mismos que perdió siendo sólo un niño.


Aquí es donde tengo que regresar un poco más atrás para introducir a aquella persona sin la seríamos incapaces de empatizar en lo más mínimo con el protagonista principal. La teniente Han Yeo Jin se nos presenta como una mujer única en el cuerpo policial de Seúl. Adicta a su profesión en cuerpo y alma; con un corazón de oro y una bondad natural que se le resbala por la cara. Un espíritu libre y terco, con un raciocinio intacto, una inteligencia portentosa y una dulzura que se contrapone de golpe a su placa y pistola; porque ante todo, ella está ahí para hacer cumplir y respetar la ley. No le tiembla el pulso para echarse a correr por las calles de la ciudad y mucho menos para sacarse las esposas persiguiendo a presuntos asesinos. No está hecha para matices medios ni justificaciones absurdas. Así se presenta ante Hwang Shi Mok y así es como él percibe su primera apariencia. Anda por la vida regalando dibujos a sus colegas y cuando no va por ahí combatiendo el crimen, igual le da asilo a una anciana a la que le acaban de matar al hijo o una cátedra sobre Astroboy y Derechos Humanos al colega novato en turno. Y todo le sale de maravilla; porque ella es así de perfecta.

De esa manera no dudé en pensar que Yeo Jin y Shi Mok en algún punto iban a reñir, al ser totalmente incompatibles y al utilizar métodos de trabajo tan dispares (ella apela más a la empatía con los involucrados y él al frío raciocinio). Salvo por su honestidad, amor a la verdad y curiosidad innata, ambos son polos opuestos condenados a diferir. Y sin embargo, se entienden. Y sin embargo, algo, no sé qué exactamente, hace un clic instantáneo al poco tiempo de conocerse. Resultó inesperado, por supuesto, porque estaba convencidisima que a él le iba a irritar la sociabilidad de ella y ella se hartaría de su aparente insensibilidad, pero de hecho, no tardaron en formar el vínculo más honesto y puro de toda la serie. No hubo entre ellos mentiras de por medio, ni giros inesperados, ni puñaladas por la espalda, ni decepciones a largo plazo, ni señalamientos infundados; ni siquiera discrepancias. Él jamás le recriminó su comportamiento; ella jamás intentó cambiar su esencia. Al contrario, supieron equilibrar la balanza de sus ideas para lograr un bien común y eso es digno de reconocerse.

A través de Yeo Jin vemos esos matices y microexpresiones de Shi Mok que de otra manera habríamos pasado de largo. Vemos la maravillosa evolución de un personaje extraordinario sólo a través de sus ojos. La indiferencia de él en sus primeros encuentros fue algo que causó cierto desconcierto en ella, pero a la cual consiguió adaptarse rápidamente. Al poco tiempo descubriría a través de la televisión que su peculiar infancia fue lo que forjó esa coraza extraña que lo convirtió en un individuo solitario y silencioso. Mientras el resto lo veía como un ser insensibles, psicótico y con fuertes rasgos antisociales, Yeo Jin se quedó con él para luchar contra todos y desde el mismo lado. No necesitó tanta astucia para percibir una melancolía extraña que ella encontró agradable. Ni tampoco tanta perspicacia para tachar su nombre de la lista de sospechosos. Le bastó con pasar una noche con él por las calles de la ciudad para darse cuenta del grado de devoción que Shi Mok le tiene a su profesión. Jamás lo vio ella como un robot preprogramado para hacer o actuar, sino como un individuo leal a sus convicciones y sobre todo, noble y puro en medio de un mar de colegas con muy poca vergüenza y menos cortesía.

Fue ella quien lo trató como un igual; poniéndose a su nivel para debatir ideas y compartir investigaciones. En ese insensato mundo de impunidad donde ambos se desenvuelven los cubrió siempre un manto de idealismo extraño de mutuo entendimiento que es donde siempre recayó la fortaleza misma de la serie. En esa amistad tan peculiar donde ella mira donde él no puede y donde él la orienta allí donde la emotividad de ella se lo impide. También es palpable el comportamiento tan diferente de Hwang Shi Mok cuando está con Yeo Jin. No se necesita mucho esfuerzo para darse cuenta de que su actitud es totalmente distinta que con cualquier otro individuo con el que lo vemos interactuar a lo largo de todo el drama. Es hermoso ser testigo de esa transformación tan peculiar, donde ese broquel moldeado con los años que ha utilizado sin descanso para protegerse del resto, se esfuma en un instante al estar ella a su lado. No, lo suyo no es trivial romanticismo, esta no es una serie que se preste para ello, y me agrada que hayan llevado hasta el final esta relación sin caer en clichés de por medio. Ellos están por encimas de todas esas cosas. Lo suyo es más una amistad genuina entre dos individuos cabales y sinceros que una relación apuntando hacia el enamoramiento- Y ahí donde están, donde los dejaron, están muy bien.

La manera de revelar a los presuntos involucrados en el asesinato de Park Moo Sung es una gozada total. Y precisamente ese estilo narrativo fue también lo que consiguió darle una profundidad mayor a la serie. Sabemos que Moo Sung fue asesinado por su declive como proveedor de todo tipo de mercadería turbia en el bajo mundo de la corrupción política. Además de eso, sabía demasiado de figuras poderosas dentro y fuera de la fiscalía y la policía. Era un peligro latente tenerlo vivo. En este acertijo turbulento donde todos parecen culpables de asesinato en primer grado y todos parecen tener también un motivo justificable para hacerlo, se desprenden tres figuras bases asentadas desde un inicio: el presidente del Grupo Hang Lee Yoon Bum, su única hija Lee Yun Jae y el esposo de esta ⚊jefe también de Shi MokLee Chang Joon (vaya familia tan peculiar, ¿no?). Pero aunque alguno de estos tres tuviera las manos metidas en esa inmundicia era ilógico pensar que ellos mismos habían cometido tales crímenes. Los acaudalados capitalistas se ensucian las manos con todo menos con sangre, y era entendible creer que había un peón ⚊simple carne de cañón en la línea de fuego⚊ que estuviera dispuesto a joderse la vida a cambio de tres gramos de venganza personal.

Como espectadores nos presentan a presuntos autores intelectuales para después abrir paso a los posibles candidatos a cometer el primer crimen por aquellos que están muy por encima de la Ley. Junto a ellos, se escabullen como ánimas en pena, otros personajes ajenos al proscenio, y en la marcha es muy fácil descartarlos como cómplices porque no se ahonda más en sus vidas. Y es que, una de las claves en la narrativa de Secret Forest es que no hay cabida ni un minuto para el relleno argumental, si te presentan algo en la pantalla es porque tarde o temprano de algo te servirá saberlo. El único que logra evadir este molde es el secretario del director Lee y casualmente el responsable de la muerte de Eun Soo. Su culpabilidad recae por inercia al ver que fue él quien entró al departamento de Shi Mok para dejar aquel traje despedazado colgado de la pared. Aun así, la estrategia de aturdimiento que juegan con nosotros para responsabilizar al jefe de sección también merece su mérito. Llega un punto en el que uno no sabe si va por ahí estropeando la escena del crimen a propósito o es que de plano está en un shock traumático por ver cómo todo se le iba de las manos y de paso terminó asesinando a una persona inocente.

"(...)Durante el día sentenciaba a gente que robaba para comer, y por la noche iba a un bar clandestino como si nada pasara. Ahí me sentaba con personas que hacía millones de wones con decir unas palabras y los cuidaba para que pudieran escapar de la justicia. Y cuando no los cuidaba escuchaba las órdenes y las ejecutaba con total fidelidad.

(...)La corrupción ya no es sólo un malestar inocente en esta sociedad. Está matando gente. Hablamos de al menos cientos de vidas. Debí desenfundar el cuchillo desde el principio. Pero si no lo saco ahora, aunque sea con mi último aliento, caerá todo el sistema. Ni el tiempo ni el dinero podrá restaurarlo. Sangre es lo que lo compondrá. La sangre de muchos. Quisiera decir que la historia todo lo prueba, pero aún existen los sacrificios de sangre. Debemos cambiar. Debo encontrar la forma de dar vuelta a las cosas.


El último giro argumental, y el que yo considero mejor de todos, ha sido la redención de Lee Chang Joon en el capítulo final. Me ha parecido un personaje soberbio desde el principio. En series así siempre se juega con el pasado del villano para demostrarnos que en sus primeros años era un cordero bondadoso que con el paso del tiempo ⚊y conociendo el mundo en el que optó vivir⚊ se da cuenta de que para sobresalir debía dar la espalda a idealismos varios y dejar la ingenuidad a un lado.  Chang Joon no difiere de todos ellos salvo por el detalle de que, al caer él, se encargaría de llevarse consigo a toda la mugre que le rodeaba en el proceso. Lo suyo fue una especie de guerra silenciosa, donde quedó justo en medio de dos bandos contrarios. Como pariente político de un empresario ponzoñoso, caer en las garras de lo impune o lo ilegal parecía un proceso de inercia, y por otro lado, el hecho de ser fiscal debía obligarlo a hacer prevalecer la justicia sobre todo lo demás. No se le puede negar el perdón a una persona que sacrificó su vida y su carrera para señalar con una espada a aquellos que lo orillaron a la perdición (y que de paso jodieron a todo el país) ¿no? Con su inmolación desde aquel edificio caerían también las intocables figuras de empresarios y funcionarios públicos. Y sin embargo, Shi Mok no ve todo monocromático, ni blanco ni negro, a pesar de que éste hombre fue su maestro y mentor. Lo señala también como criminal, cómplice, asesino, embaucador y monstruo. No se convence a sí mismo de ello sino que se lo dice directamente a los ciudadanos frente a  las cámaras de televisión.

“Era un monstruo. Mató a una persona. Quizá debió tomarlo como un pequeño sacrificio por una causa mayor, pero yo nunca he creído que la vida de unos tenga más valor que la de otros. Se engañó a sí mismo al creer que tenía el derecho a juzgar y castigar. Fue un monstruo. Un monstruo creado por la sociedad.”

Y en el fondo Lee Chang Joon lo sabía. Sabía que al final convertirse en anti-héroe tendría sus pegas fuertes, por eso también, mucho tiempo antes, había visualizado su destino y no quería estar ahí para ver cómo todo se convertía en polvo. Su suicidio fue también su reconquista como ser humano. Su convicción al creer que hizo lo que pudo cuanto estuvo en sus manos. También consolidó la base firme que dejaría en la fiscalía después de su muerte. Fue algo astuto y cabal. Se fió de las únicas dos personas que serían incorruptas por principios y fe. Y no falló. A su modo, Shi Mok y su superior Kang Won Chul jamás se rebajaría al nivel que él tuvo, pues no había nada que los obligara a hacerlo. Ni lazos familiares con empresarios de renombre, ni ambición al dinero de por medio. Eran un par de almas nobles en las que podía confiar; y lo supo a base de tácticas y tentaciones que puso en sus caminos para hacerlos tropezar; para corroborar su temple e ideales. Fueron los únicos dos, entre todo aquel recinto de defensores de la Ley, que no sucumbieron ante sobornos y mentiras; mismos que de ser necesarios señalarian sin miedo a los cabecillas de corporaciones y cuerpos de justicia cuando saliera a flote tanta porquería.

Secret Forest se convierte por sí sola en la mejor serie coreana que he visto en la vida. La he puesto por encima de Signal sólo porque ésta ha dado un final cerrado y conclusivo. Deja vestigios de un final abierto, pero el caso principal se abrió y se cerró tal y como debía hacerlo. Es muy difícil encontrar dramas así; tan sencillos, rectos y muy cuidados a la vez, tanto estéticamente como en guión y dirección. Las actuaciones están en su punto y los personajes que interpretan, a la altura. Los giros de guión son una exquisitez que saboreas entre la emoción y la amargura, y no hay escena, episodio ni personaje que no esté planeado en la trama sin ningún motivo.  Aprovechando que Netflix Latinoamérica ha estrenado la serie en su catálogo me parecía justo darle la opinión que se merecía y espero que de esa manera mucha personas más le den una digna oportunidad de verla para evitar que se pierda entre tantas series vacías.