10 jun 2013

Verano, si gustas puedes pasar de largo.

Rosario, Sinaloa.
Para que yo pueda escribir necesito que el mundo guarde silencio. Necesito hacer un pacto con el tiempo, pedirle una tregua al verano y una bebida bonita a la nevera. No es sencillo, es todo un proceso y es nefasto. Admiro a las personas que pueden sentarse frente a un ordenador y teclear, así sin más, sin sacar manuales de textos y sirenas asesinas de los mares. Yo no puedo. Paso minutos enteros mirando la hoja en blanco del ordenador y la maldigo mil veces antes de resignarme a que nada podré plasmar. En otra ocasión será, pienso. Y apago el ordenador y me olvido del mundo, y de sus guerras y de sus letras. 

“No es verano, Linda. Todavía no es verano” me corregiría mi hermano si le dijera cuánto detesto ésta época del año. Y yo sólo soy blogger. Una persona que plasma en su bitácora pública —y extrañamente personal— las experiencias que hace de su vida, vulgarmente asocial, algo interesante.

Hoy se cumple un mes desde la última vez que actualicé. Sacudo el polvo del teclado, el antivirus me dice que tengo que actualizarlo antes de que caduque en 15 días y así evitar quede a merced de piratas cibernéticos y virus que asesinan computadoras. Repaso el calendario, me pierdo en sus días, abro Microsoft Word y miro otra vez la hoja en blanco. Un mes haciendo lo mismo. Un mes sin que salga nada. Voy a la cocina, relleno el vaso por ¿vigésima vez en el día? Y miro la ventana polvosa por donde se cuela el aíre escuinapense que me recuerda que vivo en el reino de los camarones, el húmedo calor, y las bicicletas. Otro día será, vuelvo a pensar, mientras cierro el procesador de texto como todos los días que antecedieron a este.

Lo cierto es que Umi, Maru y yo extrañamos los días naranjas de otoño y sus hojas muertas a los pies de los árboles que las vieron nacer. Extrañamos las neblinas de invierno y el chocolate caliente en las mañanas más frías de la ciudad. En ésta época del año los pajaritos se inventan tonadas primaverales y las mujeres con sus paraguas maldicen el sudor que les resbala por la frente (las mismas mujeres que en invierno maldecirán el frío que les cala hasta los huesos) y a mí todo me sabe feo. Excepto el agua, el agua me sabe a gloria.

Umi, mi perrita, me mira con su carita asoleada y su lengua de fuera. Tiene 10 años humanos a sus espaldas y mil aventuras pasadas. Podrías leer su biografía y su bondad si la miraras una sola vez a los ojos. Es transparente, inocente y cariñosa. Ladrará mucho (pero no muerde) y sonríe con su cola cuando ve a alguien conocido. Aun en la primavera más calurosa siempre tiene un lengüetazo para el mejor postor. A Maru esta temporada de calor le ha pegado duro, no lo quiere reconocer pero lo conozco desde bebé, se queja de todo y de todos. Es muy difícil descifrar un gato, entender en sus gestos un sentimiento determinado es como encontrar una aguja en un pajar. Es difícil pero es posible. Maru toma sus baños de sol en la sobra, cuando el sol toca alguna parte de su cuerpo retrocede hasta quedar lejos de la estrella asesina que tenemos como fuente de calor. “Algún día se apagará, Maru. Algún día esa bola blanca inmensa dejará de existir” le digo, mientras él mira al cielo buscando al culpable de nuestras quejas.

Si mi casa fuera más alta, si tuviera un lugar en el cuál subirme y ver los atardeceres primaverales y veraniegos quizá no estaría tan huraña esta época del año. Si tuviera una casa a la orilla del mar probablemente tampoco me quejaría mucho. Tomaría un libro y repasarías sus hojas cada tarde hasta que el sol se ubicara en el horizonte y me regalara uno de esos ocasos que se quedan grabados en la retina de los ojos, pero no se puede tener todo en la vida. Desde aquí sólo veo una barda gigante en el patio trasero, rodeado por otras bardas gigantes, feas y grises, mientras los árboles de mango me dicen que no me regalarán ningún de sus frutos esta temporada. Pero quizá sea mejor así, tal vez si viera atardeceres hermosos todos los días terminaría por acostumbrarme a ellos. Y me aburriría observándolos, perdería la magia, el estilo y su pureza.

Una vez un anciano me dijo a la orilla del mar que la costumbre mata muchas cosas buenas. Mejor me quedo aquí, frente a la computadora, con el procesador de textos abierto, el vaso de agua fría medio lleno, rogando que sean las 10 de la noche para encender el aire acondicionado y la idea tonta de plasmar algo decente, porque si existe algo más triste que no escribir nada es el hecho de no intentarlo. Y mi blog se ve triste cuando no le hago caso; cuando queda desierto por tanto tiempo y me olvido que no se trata de escribir grandes cosas, que no es un concurso, ni un trabajo, ni una obligación sino un espacio donde las cosas se vierten por sí solas. No son obras de arte, son sencillos escritos de una chica de 25 años. Nada extraordinario ni artístico. Sólo una experiencia rutinaria. 

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