Cuando
mis papás compraron la nueva estufa, hace un par de meses, Maru y yo nos
sentamos en el piso y la miramos durante 10 largos minutos sin apenas hacer
nada más que suspirar. Era perfecta. Su color negro, sus seis hornillas, su
comal y sobre todo su horno, eran la perfección hecha realidad. Maru se imaginaba
cuántos ratones podrían esconderse en un futuro en ese lugar, mientras yo
pensaba cuántos platillos y postres podrían salir de ahí dentro. Umi
nos miraba a lo lejos. Veía en sus ojos un gesto de vergüenza y pena ajena,
como si dentro de su cabecita canina se preguntara qué pecado cometió en su
otra vida como para que en ésta tuviera que convivir con una humana y un gato
enamorados de una estufa negra. (Porque obviamente los perros creen en la reencarnación).
—Un
día te haré un pastel perruno en ese horno —le dije a Umi, levantándome del
piso, al percatarme de la decepción en su mirada—. Se te caerá la baba de lo
bueno que estará.
Umi
se fue a mi habitación. No me entendió; y si me entendió no le importó. Maru
siguió mirando la estufa.
Tuvieron
que pasar un puñado de quincenas más, varias olas de calor, dos granizadas en
medio de días de temperaturas elevadas, un piquete de abeja en mi dedo índice
derecho, dos iguanas muertas, cuatro paquetes de croquetas, veinte latas de
Whiskas, un piquete de alacrán en la boquita de Maru y dos pagos mensuales a
Coppel para que por fin me decidiera a hacer el primer pastel de mi vida. Quería
que tuviera betún y todo.
Si
yo fuera ustedes sentiría lástima por mí y por mi vulgar atrevimiento. Muchos
saben que mis ganas de cocinar es directamente proporcional a mi mediocridad
dentro de la cocina. La cocina y yo somos polos opuestos y ni así nos atraemos.
No funcionamos como unidad, no estamos en sincronía, no podemos trabajar en
equipo. Quizá, de vez en cuando, nos ponemos de acuerdo para que pueda
desayunar un huevo con jamón respetable, un pedacito de chorizo, una carne
machaca con chile, tomatito y cebolla, o unos chilaquiles que de verdad parezcan chilaquiles, pero
hasta ahí.
—¿Cómo
le hago para que la chuleta no se enrosque para arriba cuando la frío y una
parte quede más cruda que la otra? —le pregunté a mi mamá en las vacaciones
pasadas, con la corona del fracaso cubriéndome la frente.
¿Ven
la estructura de la pregunta? Ni siquiera conozco el lenguaje culinario básico.
Podría jurar que hace siglos la Inquisición penaba estas cosas con autos de fe
en plazas públicas, excomuniones, exorcismos y esas cosas muy feas que sólo se ven
en las pinturas históricas de antaño.
—No
las pongas a fuego alto sino a fuego medio y voltéalas seguido para evitar que
se enrosquen por culpa del aceite hirviendo. De esa manera se calentarán de
forma pareja y ya no tendrás ese problema —no fue mi madre quien me respondió
la pregunta, sino mi hermano menor, sentado al otro extremo de la mesa, con sus
audífonos puestos, una mano en el mouse y su mirada juvenil y desinteresada
perdida en su notebook.
Oh,
ese momento incómodo en el que tu hermano menor termina siendo un máster chef
en la cocina cuando tú solos puedes preparar chorizo con huevo. Mmmh, recuerdo
vagamente que una vez lo llamé inútil. Yo le preparaba la cena a ese niño un
par de años atrás, ¿saben? Sí, sí, ya sé que el alumno supera al maestro y
blah, blah, blah, ¿pero tan así? ¿de una forma tan… sin vergüenza? ¿En tan
pocos años?
No
les miento, cuando la flojera no le gana, mi hermano se mete a la cocina, abre
el refrigerador, mira todas las sobras que hay dentro, las vierte en una sartén
e inventa un nuevo platillo. Todos sus nuevos platillos se llaman igual: vasca
de perro. He visto vómitos de Umi más bonitos que las cosas que él hace. Aquello
no tiene nombre, ni forma de definirlo, ni estado químico de la materia. Es
algo que va entre sólido, líquido, gaseoso y plasma.
—Mira,
Linda —me dijo una vez con orgullo en la voz, cuando apenas se atrevía a
acercarse a la estufa—: Combiné los frijoles caldudos de la mañana, los puse al
fuego, les desbaraté el virote duro que tenía mi mami en el tortillero y conseguí
crear un fluido no-newtoniano como cena.
Me
sonrió al darse cuenta de la magnitud de su invento. Su máxima creación. Recuerdo
que aquel día jugueteó un buen rato con su propia cena antes de metérsela a la
boca. Yo a esa edad me divertía poniendo mi nombre a las orillas de mi plato de
sopa de letras y hacerle hoyos a mi tortilla para que pareciera una carita.
Algún
día, ese niño llegará lejos —le dije en voz baja a mi difunta perrita Misty—. Será
científico. O chef. O químico… O terrorista. Algo fuerte será —insistí mientras
bebía un vaso de agua.
Los
años han pasado —una década, quizá—; con un poco de suerte será informático... pero
en aquel entonces él aun soñaba con ser astronauta.
El
punto es que, aunque sus platillos parecen capirotada de semana santa
recalentada seis meses después, saben buenos. Así como los ven. Así de
sinvergüenzas los muy condenados. A mí no me funciona el método que él usa; o
más bien, me funciona al revés: el platillo se ve bueno pero el sabor es como
sumergirte a una cañería descompuesta (sí, estoy exagerando).
Quizá
por esa razón tuve miedo de hacer este pastel. Por los fracasos pasados y lo
poco que me gusta meterme a la cocina en tiempo de calor. Aun así este verano
me armé de valor y compré la harina para hacer pastel, un betún de la misma
marca que la harina y un par de ingredientes más que tomé de la nevera. Esta
vez seguí todas las instrucciones al pie de la letra. No sucedió lo mismo que
aquella vez en la que dudé de la cantidad de limones y puse más de la cuenta.
También tuve ayuda de mi mamá, lo sé. Me dio consejos sencillos, típicos, de
cajón, de esos consejillos que le da una madre a su hija antes de emprender el
vuelo a su propio hogar y hacer comida para su marido. Solo que, bueno… yo sólo
cocino para mí, de esa manera no corro el riego de envenenar a alguien en el
proceso.
Les
compartiré lo que aprendí aquel maravilloso día de temperaturas elevadas,
hornos prendidos y mascotas enfadosas:
* No es necesario ponerle tanta mantequilla a un molde con teflón. Al parecer este punto también va para los sartenes con teflón y la cantidad de aceite al cocinar.
* Es necesario ponerle MÁS mantequilla al molde que no tiene teflón. Querida Linda, a esto se le llama lógica y sentido común, criatura.
* Precalentar el horno significa encenderlo 15 minutos antes de meter los moldes ahí dentro. Para saber eso no necesitas pedirle ayuda a tu padre y obligarle a punta de palita pastelera a encender su laptop para que lo averigüe a través de Internet, sólo tienes que a) preguntarle a tu madre o b) leer las instrucciones de la harina del pastel. (Sí, claro, porque la niña que presume leer más de 25 libros al año considera una pérdida de tiempo leer las instrucciones de cualquier cosa).
* Siempre es mejor cocinar teniendo como música de fondo aquellas canciones que tus padres escuchaban en las lejanas décadas de los 70’s y los 80’s; cuando tú eres sólo una ilusión lejana en la mente de esas dos personas. De verdad, es hasta terapéutico.
* Procura tener siempre los ingredientes a la mano. Y cuando digo “a la mano” me refiero a tenerlo a 10 centímetros de distancia de ti y no a cinco metros. (Yo nunca he sido buena calculando distancias, ni números, ni nada).
* Para hacer un pastel necesitas cuatro manos o seis manos. En cualquier caso tú sólo tienes dos, así que no intentes abrir el huevo con la boca, mejor pídele a algún familiar que te ayude.
* Aunque tengas 25 años aun necesitas la supervisión de un adulto.
* Siempre existe la posibilidad de que la casa explote. Piensa en eso antes de dormir.
* Es mejor usar leche en lugar de aceite.
* Toda tu vida será un placer culposo limpiar con tus manos el bote de la batidora. Y si es de chocolate la culpa y el placer serán mil veces más grandes.
* Cada horno es diferente y el tiempo para que la mezcla se convierta en un bonito pastel puede varias bastante. En mi caso, estuvo listo 10 minutos antes del tiempo mínimo.
* Para poner el betún este tiene que estar a TEMPERATURA AMBIENTE. Si no está abierto NO LO REFRIGERES; NO ES NECESARIO, LINDA.
* Para untar el betún tienes que esperar a que se enfríe el pastel. ESPERAR A QUE SE ENFRÍE COMPLETAMENTE, LINDA.
* Y al final sólo queda decorar al gusto. Sí, las galletas Oreo valen como decoración.
El
pastel me ha quedado bueno, aunque he probado 836 mejores que éste. :D Lo
peorcito fue el betún, demasiado dulce, empalagoso y mentolado para mi gusto;
por suerte eso no lo hice yo. Al final no he envenenado a nadie y una de las
cosas más bonitas que han pasado en esta casa fue el día que todo el ambiente
olía a chocolate.
¡Fue
una experiencia maravillosa y espero repetirla en un futuro! :D
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