31 ago 2014

La culpa no la tuvieron las estrellas... mis gustos son otra cosa.

Ni siquiera tengo ganas de escribir esto porque hasta me da un poquito de pena el asunto, pero ahí va.

A veces, cuando llego a la última página de un libro súper-mega-recomendadísimo por una cantidad inmensa de seres humanos que pululan por la red miro al horizonte durante largos minutos preguntándome muy en el fondo si hay algo malo en mi forma de leer o en mi manera de entender ciertas lecturas. A veces me pregunto si no soy demasiado fría, indiferente o ciega a las emociones humanas. Pero luego llegan esas novelas que me demuestran que no, que no soy una insensible asocial que repele todo aquello que enternezca a las personas. Que mi desolación autoimpuesta por decisión propia, junto con mi aberración a los abrazos, a los besos y a las frases cursis nacida de mentes enamoradas, puede derrumbarse sin miramientos ni objeciones cuando cierto autor se desvive entregándome una historia conmovedora y tierna sin que ésta raye en la absoluta oscuridad del inverosímil romanticismo. Por desgracia, Bajo la misma estrella no es una de esas novelas y John Green no es uno de esos autores. Y digo “por desgracia” porque para mí sí es una desgracia.

Quería tanto que me gustara este libro que estoy empezando a creer que mis gustos literarios son tan bizarros y torcidos a tal grado que ya no sé qué pensar de la novela romántica/juvenil como género (que nunca me ha llamado la atención). Como mencioné anteriormente, Bajo la misma estrella me la recomendaron hace ya un par de años junto con La ladrona de libros y Las ventajas de ser invisible; una triada de historias que ya cuentan con sus respectivos largometrajes. La primera decepción llegó de la mano de Las ventajas de ser invisible, la única novela epistolar que he leído en la vida y la única también que me quitó las ganas de leer otra. Además, a lo largo de todo el libro tuve ganas de abofetear al protagonista para sacarlo del transe en el que yo creía que estaba metido, lo cual no creo que sea muy saludable. Tiempo después, cuando llegué a la última página y miré todo desde una perspectiva general, tuve ganas de abofetearme a mí porque tardé 48 horas (sí, las conté) en entender que tal vez el problema no era la novela sino yo, como lectora. Lo expliqué por acá. Sin embargo, después llegó La ladrona de libros, que ni siquiera sé en qué maldito género meterlo, pero infantil no era, eso lo puedo asegurar. Pensé que con la novela de Markus Zusak sentiría la misma mezcla de ternura y ansiedad que me guió a lo largo de las páginas de El niño con el pijama de rayas, escrito con una prosa fresca y clara; entendible para niños, dura para adultos. Pero no, La ladrona de libros fue diferente. Conmovedora hasta decir basta, pero diferente. Preciosa, sublime y diferente. Si eso era literatura juvenil quería probar más. Así que Bajo la misma estrella llegó a mis manos y la leí en menos de 8 horas. He terminado hace unos minutos, pero duré un buen rato mirando la pared y preguntándole a mi cabeza por qué razón había dejado a un lado El viento de la Luna para leer esto. Y miren que seré sincera: este libro que acabo de mencionar —que también está narrado en primera persona, como el de Green— ha rebasado ya la centena de páginas leídas por mis ojos y hasta el sol de hoy parece que no ha pasado nada (o no va a pasar nada, yo qué sé) pero la narrativa de Antonio Muñoz Molina me ha atrapado tanto en la cotidianidad del paisaje rural español suspendido en un tiempo histórico a mediados de julio de 1969 que no me había dado cuenta que 115 páginas después SIGUE SIN PASAR NADA, salvo un tipo anciano y arrogante que, valga la redundancia, está muriéndose de cáncer.  

La novela de John Green no me pareció mala, ni mucho menos aburrida, claro que no. Si ese hubiera sido el caso, créanme que no hubiera tardado 8 horas en leerla. Sin embargo, no puedo ver aquello que la hizo tan especial; no encuentro el toque mágico, la esencia misma que me encogería las entrañas o dispararía una docena de mariposas en mi estómago. El lápiz con el que, con todo mi optimismo a cuestas, pensé señalar una que otra frase que se me clavaría en el cerebro como un taladro jamás fue usado. Trescientas páginas encima y no señalé ninguna frase. Ni una sola. ¡No sé qué carajos estaba esperando, sinceramente! xD Pero me quedé como novia de rancho, y ahora cuando miro el libro de reojo es como si estuviera a punto de gritarle que me diera aquello que nunca vi llegar ¿Pero qué esperaba? Sigo sin saberlo ¿Será acaso que jamás en mi vida he estado enamorada? ¿Tendrá algo qué ver eso? ¿Será que cuando busco amor en la ficción (ya sea manga, película, libro, anime, TV Show) siempre deseo que sea sutil, sin frases cursis de por medio, con una madurez que en la juventud no se puede aparentar? ¡Joder! Me frustra no saberlo porque siento que me estoy perdiendo de algo importante. Algo que todos captan, menos yo, y eso jode un poquito por dentro. ¿Seré ciega a las emociones humanas? ¿A las que se demuestran, se sientes, se dicen? Aunado a eso viene el hecho de pensar que un clásico romántico tampoco me gustaría y recuerdo mis ganas inmensas de leer Orgullo y prejuicio, y el terror que me produce pensar que quizá también me podría decepcionar sólo consigue darme escalofríos y DRAMA: eso evita que compre el libro.  

¿Por qué quería que me gustara el libro? Porque conozco a John Green desde antes de saber que él era John Green. Tengo años siguiendo sus vlogs en el canal de YouTube que comparte con su hermano y he aprendido tonelada de cosas con sus videos, sobre todo donde trata temas contemporáneos e históricos (sí, sí, yo soy de las que sigue fielmente canales en YouTube cuya vida laboral de sus autores ignora por completo). Así que cuando muchos blogs literarios comenzaron a hablar de la magnífica y conmovedora historia que había nacido de la mente de Green sentí una necesidad latente de leerla, sobre todo por el cariño que le tenía al tipo de los videos entretenidos que veía algunas noches antes de dormir. Mi decepción a la hora de leer el libro sólo es equiparable a aquella que sentí cuando leí El código da Vinci de Dan Brown, que fue, no una decepción del libro en sí, pues no ofrecía más de lo que decía, sino de las grandes expectativas, alabanzas y polémicas que se originaron a su alrededor cuando su popularidad estaba en pleno auge.

Ni las metáforas, ni el Okay, ni el viaje a Ámsterdam, ni la visita a la casa de Ana Frank, ni la muerte de aquel que se tenía que morir, me conmovieron en lo más mínimo. No sentí una punzada en el corazón cuando llegué al capítulo 21, y no lloré a lágrima tendida cuando me topé con la última página de la novela… ¿seré una insensible sinvergüenza? ¿Por qué no sentí la necesidad de verter en palabras y post larguísimos (como me ha sucedido antes) una historia que debería resultarme conmovedora? ¿Podría ser posible que existan canciones de cuatro minutos que me conmuevan más que este libro de trescientas páginas? ¿Episodios que logren erizarme tanto la piel que me olvido de ser persona por cinco días? A favor de la historia puedo decir que aun no veo la película (ya la vi; actualización abajo). Quizá, al igual que con Las ventajas de ser invisible, resulte que el largometraje logre llegarme allá donde en páginas no funcionó. Si pienso en La tumba de las luciérnagas o en The Plague Dogs siento que me mareo por el simple hecho de evocarlas, y me niego a verlas con renuencia pues sé que me conmoveré hasta las lágrimas apenas comiencen sus primeras escenas. Third Star (hablando de jóvenes que están muriendo de cáncer) consigue hacerme llorar océanos y aun no me decido si es porque el protagonista está muriendo o por la valiente decisión de quitarse la vida con la ayuda de sus amigos después de viajar hasta su lugar favorito que queda por donde Cristo se olvidó que era el Mesías. Eso me comprueba que no soy una despreciable persona ¿verdad? o___o

Vale, como estoy viendo que este post no tiene ni pies ni cabeza ni nada, mejor trato de ir al grano aunque sea un ratito: El libro no me desagradó en lo absoluto, simplemente no era lo que yo esperaba. La narrativa de John Green es dinámica, ágil, fresca, sencilla, franca. Juvenil. El tipo lanza una pluma al aire y a ti sólo te queda seguirla, por eso sus libros se leen rápidamente. Leer uno de sus trabajos es como ver alguno de sus videos: se disfrutan porque son breves y los entiendes. Me gusta la actitud de los personajes. No santificar a las personas con cáncer fue uno de los mayores aciertos del libro. Los enfermos terminales siguen siendo humanos, así que gracias por reafirmarlo. John Green no ahonda en explicaciones, no gasta tinta en describirte a viva voz un lugar o la esencia misma que envuelve un personaje más allá de lo estrictamente necesario (para mi uno de sus mayores fallos, pero esto es meramente personal), simplemente te cuenta una historia y a ti sólo te queda escucharla hasta el final… y creo que no hay nada de malo en ello. Por eso entiendo por qué a la gente le conmovió, lo que no entiendo es por qué no me conmovió a mí en lo absoluto. Punto y aparte: eso de traducir el dude por güey y bullshit por pendejadas, me pareció horroroso, querida editorial. No me quedaron ganas de volver a leerlo en un futuro cercano, ni siquiera sabiendo la cantidad de guiños que pueden encontrarse a lo largo de toda la novela (gracias por ese video Fa, una joyita :). 

Así que, si esta es la mejor novela que tiene John Green creo que mejor seguiré viendo sus videos. No es nada personal, es sólo un punto de vista. Respeto a aquellas personas que se sintieron profundamente conmovidas por la historia y seguiré preguntándome por qué a mí estas novelas me resultan extremadamente empalagosas y sencillas. Seguramente debe de existir una palabra para describir la aversión a todo lo romántico, ¿no? ._. ¡Y ahora, a leer Donde los arboles cantan! ¡Miedo me da todo! :D
EDITADO: He visto la película y opinado un poquito de ella en el blog. Me ha gustado a tal grado de atreverme a leer el libro en algún momento de mi vida otra vez pero ahora desvirtuando a los personajes, que en la película me han parecido monisimos y todo xD.

(credits).

21 ago 2014

Will you still play when all the rest of us are dead?

No, esta no es la versión que yo tengo.
De aquel otoño del año 2005 recuerdo muy poquitas cosas. De hecho, sólo recuerdo dos en este momento: una era que aun soñaba con estudiar Medicina Veterinaria algún día, y la otra era aquella obsesión desmedida que mi abuela materna y yo teníamos hacia The Phantom of the Opera (Joel Schumacher, 2004), la adaptación a la pantalla grande del musical inspirado en el clásico de la Literatura. Nuestra obsesión por este film era ridícula, sólo comparable a atascarse una cubeta de helado napolitano a escondidas de la gente para evitar la molestia de tener que invitarles, escuchar al grupo Mercurio con los audífonos puesto para evadir explicaciones de todo tipo o llorar a lágrima tendida cada vez que veíamos Titanic (James Cameron, 1997). Pero mi abuela y yo éramos muy hardcore en estas cosas y podría jurar que nos atragantamos viendo este film más de ocho veces el mismo mes, lo cual implicaba dormirse después de la media noche, achuchadas únicamente por las frazadas que nos rodeaban, nuestros sentimientos a flor de piel y la música de la noche brotando de la TV. El día que mi abuelita abandonó nuestra casa para trasladarse a vivir con mi tía —donde un par de años después moriría— tomé el DVD de la película y me negué a volver a verlo en un futuro cercano. Terminó siendo vendido en aquella venta de garaje de la cual jamás escribí una segunda parte y en la que también logré deshacerme de dos versiones que tenía del libro (aun hoy me acurruco en mi cama llorando por eso, lo juro) quedando el Fantasma olvidado y relegado de mi memoria por más de un lustro, hasta que fangirlié como se fangirlean las cosas bellas al ver la edición especial del 25° aniversario del musical y me felicité a mí misma por aun tener las canciones muy guardaditas en mi corazón.   

Vale, retrocedamos un instante: sé que esa no fue la mejor manera de acercarme por primera vez a la obra de Gastón Leroux; que algo mejor hubiera sido leerme el libro o ya de perdida ver la puesta en escena que en México dejó de existir cuatro años antes de aquel momento, pero oye, algo peor que eso hubiera sido leerme la versión condensada hasta niveles irrisorios que descansaba en la estantería de mi casa (una edición viejísima de bolsillo que no superaba las 100 páginas) o fumarme a mis 17 años el librito infantil que me regalaron a los 10 con la portada más adorable ever. Pero en aquel entonces eso no iba conmigo, así que ni siquiera lo intenté mínimamente. Además, yo siempre he tenido mis pegas fuertes con los clásicos, a los que miro a la distancia con el respeto que se merecen por derecho propio y con toda la rigurosidad que me permite mi mediocridad a la hora de leerlos. Es algo que ya expliqué antes, cuando opiné sobre Un mundo feliz, la perturbadora obra distópica de Aldous Huxley que hasta el día de hoy me produce pesadillas estando despierta. De hecho, poniéndome en plan serio diría que los libros de peso antiguo que he leído se limitan a cinco o seis, contando éste, del que hoy les vengo a hablar.

Hace una semana encendí la TV después de meses, literalmente, de no hacerlo y me topé con la película del musical haciendo que un torrente enorme de nostalgia y recuerdos cruzara por mi mente. Un sentimiento bonito que no experimenté cuando vi el concierto del 25° aniversario, a pesar de la exaltación que sentí en aquella ocasión en la que me pareció tener el corazón en un puño durante más de dos horas continúas. Recordé entonces aquel otoño en el que mi abuela tarareaba “Masquerade” mientras contestaba su crucigrama por las mañanas y yo limpiaba la habitación que compartíamos con la tonada del tema principal en la cabeza. Fue más o menos en el cuarto o quinto visionado cuando mi abuela pudo recordar por fin la letra completa en español de “Music of the Night” que ella conocía como “Música en la oscuridad” de la cual nunca me supo dar explicaciones de cómo la aprendió y dónde, siendo junto con “Memories” de Cats dos temas castellanizados que me grabé en la mente a base de tanto escucharlos a diario de su boca. Pero eso fue una década atrás. La cosa cambia al ver la película desde la perspectiva del que ya conoce el musical y el trasfondo de los personajes, por lo que los peros comienzan a tener el sentido que diez años atrás los dejé pasar por mera ignorancia. Igualmente el film se lo recomendaría a cualquiera que le gusten las versiones cinematográficas de musicales pero que no necesariamente pretendan que los superen, comprendiendo que son universos totalmente distintos. Sí la recomendaría, por ejemplo, como una mera introducción a la obra de Webber que, dicho sea de paso, podrían pasar por mis ojos trescientas veces y dudo muchísimo que me canse. Pero en el caso del film de Joel Schumacher se da exactamente el mismo caso que con la obra de James Cameron, la nostalgia de épocas pasadas supera mi más acérrima crítica contra ellas (si es que existen) y fácilmente podrían caer una y otra vez en cada ocasión que la oportunidad de verlas se asoma por mi ventana, sencillamente porque me remontan a aquellos tiempos en los que las cosas eran más fáciles y disfrutables y todo me parecía jodidamente maravilloso; ¿para qué mentir?

La personificación de Lon Chaney como
el Fantasma logró aterrorizarme
de pequeña.
Mi problema con los musicales no es que me gusten, sino que me hipnotizan y por lo tanto me embrutecen a niveles alarmantes. Tengo carpetas en mi laptop con los OST de obras que jamás veré arriba de un escenario pero que adoro escuchar a tope cada vez que me llega la oportunidad de hacerlo: Evita, Jesucristo Superestrella, El violinista en el tejado, Sweeney Todd, Chicago, La bella y la bestia, El fantasma de la ópera, Matilde, El Rey León, Los miserables, Cats, etcétera. Es decir, lo mío es grave, siempre lo ha sido. Sin embargo, ya sabemos que la mayoría de los musicales suelen tener un trasfondo; aquello que les dio origen. Es eso mismo lo que me llevó a leer Los Miserables de Víctor Hugo años antes de ver la adaptación cinematográfica del musical o sentarme en mi ordenador para leerme la historia de Leroux después que la película de Schumacher desplegara sus créditos finales la semana pasada, casi diez años después de rencontrarme con ella. Para aquel entonces, el Fantasma se limitaba a ser para mí la imagen que vi a los seis años de edad de un terrorífico hombre que tiraba más a vampiro putrefacto que a ser humano, impreso en una página de un viejo libro llamado Los poderes desconocidos (Reader's Digest, 1982) donde se hablaba largo y tendido de los personajes más terroríficos del cine antiguo. La interpretación de Lon Chaney como el Fantasma lograba erizarme tanto la piel como aquella fotografía del Nosferatu de Max Schreck plasmado a su lado. Drácula (1931) y la criatura de Frankestein (1931), que también tenían su cabida en ese artículo, eran una broma mal contada al lado de ellos.

Pero leerme la novela en mi laptop jamás terminó de convencerme, ni siquiera cuando ya iba por la centena de páginas. Y es que el formato de libro electrónico aun no consigue enamorarme. Vamos, ni siquiera me gusta. A favor de los ebook puedo decir que nunca los he leído como debe de ser, es decir, en un dispositivo diseñado para eso, por lo que es entendible que leer en una tablet, celular o laptop se convierte en algo cercano a una tortura para mi retina más que un tiempo provechoso (o por lo menos disfrutable). Un segundo intento —fallido— consistió en descargarme el audiolibro de la novela en cuestión. Admito que lo disfruté un poquito más: la voz del narrador lograba con sus tonos y su estilo agregarle ese halo misterioso pero entrañable a una obra que ya por su nombre provocaba escalofríos. Desafortunadamente el problema recayó donde mismo: la vista se cansa más rápido que el oído. Al final, terminé debatiéndome entre las ganas de saber más de una historia que comenzaba a tomar un vuelo apasionante y mi renuencia para continuarla únicamente por medio del audio, así que decidió pausarla y buscar el libro físico en el centro comercial de mi ciudad con la posibilidad de no encontrarlo porque jamás en la vida lo había visto ahí. Por cosas maravillosas de no sé cuántos dioses de universos alternos encontré dos versiones de la obra de Leroux escondidas en el último anaquel de la sección de libros. Uno de ellos era un libro juvenil (bastante delgado, para mi gusto) con una portada terrible editada con Paint que no me convencía ni regalado y por otro lado estaba otra edición con un mayor grosor que, como portada, utilizaba una pintura preciosa de @EvangelineDrawing basado en los personajes de la película de Schumacher (de hecho, es calcada de una imagen promocional real) con un precio absurdo si nos ponemos a sopesar la idea de que estamos hablando de un clásico.

Vale, nunca he sido muy fan de los libros que usan imágenes de sus adaptaciones televisivas o cinematográficas para decorar sus portadas, ni aquellas donde una persona física aparece en ella para darte más o menos una idea de cómo será el o la protagonista de la historia. Siempre he sentido que te obligan a crearte una idea restrictiva respecto a cómo podrías imaginártelo tú, lo cual no creo que sea muy correcto. Hay excepciones, claro: la portada del libro Cometas en el cielo (Khaled Hosseini, 2003) me sigue pareciendo una joyita muy tierna. En el caso de El fantasma de la ópera no voy a negar que ésta sea preciosa, pero tampoco ignoraré que el personaje de Webber difiere físicamente del que Leroux nos narra; así que, conociendo que hay gente que compra libros por su portada (¡hola!) no está demás mencionar que el verdadero Fantasma es más grotesco y descarnado que la peor versión que se haya hecho algún día de la obra musical. En lo que a mí respecta ésta es la mejor portada con la que me he topado en español (en inglés hay algunas rescatables) por lo que no la cambiaría por nada; pero eso sí, seguiré esperando una edición digna de coleccionistas, ¿eh? Que quede constancia, xD.

Ésta es la versión que yo tengo. 
¡El libro me encantó! Ya sé que ésta es la frase más trillada que puedo decir en estos casos pero no puedo evitarlo. Una vez que superé esa aversión inherente al dialogo políticamente correcto (los clásicos tienen esas frases que parecen calcadas de un libro de buena conducta que a mí me repelen de manera alarmante xD) comencé a apreciar cada vez más la historia que se me estaba narrando. El primer acierto de Leroux —como periodista antes que literato— es presentarnos su obra como si ésta fuera una investigación, logrando con ello darle una profundidad y un realismo que de otra manera hubiera resultado forzado, quizá un poco falso. Entonces, no está de más aplaudir que comenzara el prefacio, no sólo en primera persona, sino con una certeza contundente: el fantasma de la ópera existió. Develando con bastante antelación el resultado del misterioso caso que deseaba mostrarnos con todo lujo de detalle en las siguientes páginas, y añadiendo un peso mayor a la creciente incertidumbre de no saber a quién se está refiriendo pero que, sin embargo, su sola mención hace que un escalofrío nos recorra el cuerpo.

Es también aquí, al principio, donde podríamos percatarnos de lo que para mí es su mayor defecto: su lentitud para tomar vuelo. Las primeras páginas se sienten pesadas, a pesar del esfuerzo que hace Leroux para mantener la intriga con apariciones crípticas y fugaces de ese ente de ultratumba que no se deja ver y cuyo vacío termina por desaparecer durante el baile de mascaras, donde el Fantasma aparece ataviado como la Muerte Roja, en uno de los pasajes más reconocidos de toda la novela. Lo anterior es comprensible por la narrativa que nos presenta la historia, al contarnos una investigación que, como todas las de su tipo, tarda en avanzar. Entre anécdotas, cartas, y testimonios, tal inicio se hace llevadero y logra superarse sin mayor dificultad. Leroux tampoco logra darles profundidad significativa a varios individuos, a los que por momentos sentí secos y superficiales, casi robóticos. También resulta evidente cómo la calidad de la narración aumenta cuando Christine Daaé o el Persa—uno de los personajes más enigmáticos de la obra— toman la palabra. Algo que no me extraña, pues es gracias a ellos que logramos conocer al extraño personaje que se esconde en las cámaras acorazadas de la Ópera Garnier, un edificio que consigue un protagonismo que muy pocas veces he visto en otro libros.

Pero es precisamente en Erik donde recae todo el peso de la historia y es su carga emocional la que logra eclipsar cualquier defecto que se pueda colar en el libro, haciendo que la desabrida personalidad de los viejos y los nuevos directores del edificio quede relegada a un segundo término, junto con la falta de relevancia de Madame Giry (de la que me esperaba muchísimo más) y de la pequeña Meg, de quien apenas noté su presencia. Erik, por sí solo, despierta en el lector una serie de ambiguos sentimientos que van desde la más inocente ternura hasta el más profundo de los desprecios, logrando con ello una versatilidad de emociones que no sentí ni siquiera por la criatura de Mary Shelley, convirtiéndose en una de las figuras más memorables de los que he leído alguna vez. Y es que su historia, de por sí trágica y dolorosa, está cimentada en la humanidad misma que se cuela a pesar de su deformidad. Su carácter guarda dentro de sí una deformidad mayor que la de su cuerpo, misma que utiliza para caminar por los recónditos pasillos de la Ópera de París con un aire despótico más acorde con un tirano histórico que con un genio de la arquitectura y la música.

Su obsesión desmedida por Christine Daaé únicamente logra crear en él una aversión que el lector rápidamente es capaz de interpretar como una incapacidad de amar y ser amado, un concepto que él parece distorsionar de tal forma que la soprano le tome tanto que lo repele; a pesar de ser él quien la instruyó en el canto desde la más absoluta oscuridad con una prodigiosidad asombrosa. Aquí es donde Raoul, el vizconde de Chagny, logra tomar la relevancia necesaria para que Christine se sienta segura a su lado, siendo Erik quien los hostiga y persigue a la primera oportunidad que se le presenta, como un espectro celoso merodeando en el palacio donde habitó mientras vivía. Hay quienes critican la terquedad desmedida de Raoul o la indecisión de Christine (por momentos dudé más de su cordura que la del Fantasma), sin embargo, no olvidemos que son bastante jóvenes (no tendrían más de 22 años) y su férrea o tambaleante actitud sólo refleja su propia inexperiencia y sus miedos, que no son pocos ni son comunes. En contrapunto, la actitud misma de Erik ante ese panorama desolador consigue erizarnos la piel y volcarnos en un abanico emocional que alcanza su punto álgido al final —quizá previsible desde el principio pero no por ello menos conmovedor—, que consigue conjugar una tragedia moderna parisiense y una historia de amor que quizá nunca sucedió en realidad porque la obsesiva personalidad de su piedra angular opacó cualquier acto de raciocinio sentimental que pudiera colarse entre las páginas.  

La deformidad física de Erik desembocó en un terror general que él reinterpretó como poder. La capacidad de hacer y deshacer a su antojo todo aquello que le apeteciera manipular con su condición de horrible prodigio de las artes (el ventrilocuismo, la prestidigitación, la arquitectura y la música). No es de extrañar esa fama legendaria de un personaje tan corrosivo que ha trascendido más de un siglo, y del que se han escrito más libros de los que Laroux jamás hubiera imaginado. Quizá su popularidad se deba en gran medida a su desgraciada vida. Al final es demasiado obvio que la guerra mental del misterioso genio podría resumirse por un lado en el desprecio que la sociedad le tuvo, junto con el aislamiento al que fue impuesto por su condición de monstruo desde niño —belleza rara que jamás recibió un beso de su madre pero sí una máscara— y por otro, su necesidad de sentirse aceptado y querido por alguien aunque fuera por obligación o agradecimiento, no por nada Christine se refería a él como el ángel de la música; quizá el mayor halago que alguien le había dedicado en la vida.  

A pesar de su carácter posesivo y enfermo he logrado simpatizar con el marginado genio del Garnier como poco lo he hecho con otros personajes clásicos, entendiendo de sobremanera que esa actitud que rayaba la locura era más productos de las personas que lo despreciaron que por una maldad inherente en él. Sus crímenes pasan a un segundo plano cuando se conoce un poquito su pasado y las penurias que sufrió desde pequeño; sin embargo, Laroux no hurgar más de lo debido, temiendo con ello humanizar a un personaje cuyo virtuosismo debería parecernos excepcional  y lejano. Son otros autores, quienes, con la libertad que se los otorga en la Literatura, se han atrevido a inventarse nuevas vidas para un ser tan complejo como el que se nos presenta en esta historia, siendo dos libros los que más trascienden en este ámbito: Fantasma de Susan Kay y El fantasma de Manhattan de Frederick Forsyth. El primero nos enseña los primeros años de Erik, abarcando desde su nacimiento hasta el tiempo de libro original; el segundo, por el contrario refleja un final alternativo a la obra de Laroux dando a entender que Erik consigue huir de la turba enfurecida que desea verlo muerto y huye rumbo a Manhattan donde se establece en el parque de atracciones de Coney Island. Mientras que la novela de Kay logra el importante objetivo de desvirtuar una leyenda, logrando aportarle destellos de humanidad a alguien que parecía no serlo, el libro de Forsyth falla en su mediocridad argumental que gira desde el principio en un amor intenso pero imposible. La novela de Susan Kay la disfruté más por el pragmatismo de su protagonista, visto a través de los ojos de diversas personas, que por su narrativa (que nunca me terminó de enamorar) y el trabajo de Forsyth lo terminé por mero respeto al autor, aunque no consiguió despertar en mí un interés más del necesario. Bastante olvidable, para ser sincera, que en ningún momento parece rendirle homenaje a la mayor creación de Gastón Leroux, por lo que la decepción es aún mayor. La adaptación musical de esta última novela, “Love never dies”, también deja muchísimo que desear, pues salvo tres o cuatro canciones, el resto de la obra resulta olvidable, incluso para mí, que he adorado al reparto original desde el principio.

La conocida caja musical, tan importante en el show, no es mencionada jamás en el libro,
pero su simbolismo es mayor del que aparenta en un principio.
La adaptación de la obra El fantasma de la ópera al teatro musical es una joya innegable y ahí sí rindo mis más sinceros respetos a los responsables de su creación. Desde la puesta en escena hasta la música y la letra de sus canciones, logra evocar de manera maravillosa la esencia misma de la novela gótica que resuenan entre un número y otro, y que he aprendido a apreciar aun más ahora que la obra de Leroux ha pasado por mis ojos. Salvo la omisión de ciertos personajes de poca relevancias (o el de mayor peso, como el Persa) y un final que difiere del que aparece en papel, el acto musical sí que le hace un homenaje a la historia que le dio origen, manteniendo casi intacta la trama y añadiendo una curiosidad mayor al mítico Fantasma otorgándole el permiso de vincularse con la audiencia en temas que logran abrir una ventana a su portentosa mente con temas tan arraigados en la memoria colectiva como “Music of the Night” o “The point of no return”. Más conmovedor aun resulta el circulo que se cierra desde el principio con la caja musical del pequeño mono que tintinea la melodía de “Masquerade”, cuya letra adquiere un distorsionado significado muy alejado del colorido baile que aparece después del primer acto, cuando brota con melancólica tristeza de la boca de un humano tan dañado como él: Masquerade! Hide your face so the world will never find you. Pero, como lo mencioné anteriormente, el aspecto físico del personaje creado por Andrew Lloyd Webber difiere de aquel que Leroux imaginó cien años atrás, más cercano a la soberbia personificación de Lon Chaney que cualquier otro que se haya hecho jamás. El Fantasma del musical (del que jamás se menciona su nombre) se yergue en una galantería que logra cubrir con maquillaje, peluca y una preciosa media máscara, ocultando sus imperfecciones ahí donde nadie pueda verlas pero mostrando su misma distorsión de la realidad que hace obsesionarse con la soprano estrella recién descubierta en la ópera, y a la cual él se encargó de instruir.

Ésta suprema novela de Gáston Leroux la recomendaría una y otra vez; nunca creí que lo disfrutaría tanto como lo hice. Siempre tuve la idea de que este libro guardaba cierta semejanza con Nuestra Señora de París de Víctor Hugo (obra del autor francés que leí en mi infancia en una versión condensada), quizá por la deformidad de ambos personajes y el devastador desenlace de las dos historias, pero mirándolo desde esta perspectiva, la novela de Víctor Hugo termina siendo más cruel que la de Leroux pero no por ello menos importante. Los clásicos me seguirán dando tanto miedo como siempre lo han hecho, pero obras como esta me invitan a darles una oportunidad y a no juzgarlos tan precipitadamente, dejando que marchen a su ritmo, dándoles su tiempo para develar la trama. Algo parecido me sucedió con Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, una novela que adoré desde la primera lectura, algo que no sucedió con Drácula de Bram Stoker, un trabajo que encontré demasiado pesado para mi gusto y que sin duda algún día haré el esfuerzo de terminar. Mi verdadero problema con los clásicos literarios es la necesitad inquebrantable de querer que me gusten, y es un pensamiento con el que estoy luchando, pues sé que no debería ser así, pero en fin.

Aplaudo muchísimo al abanico de emociones que esta historia a vertido en mí y poder cerrar por fin este arco que comenzó hace 10 años cuando aquella película musical se asomó por la pantalla de mi TV mientras mi abuela y yo buscábamos una y mil formas de divertirnos una fría noche otoñal. Por mi parte, siempre recordaré al fantasma de la Ópera de París, que deambuló como alma en pena por aquellos inacabables pasillos, guaridas y pasadizos subterráneos, añorando un poco del respeto que siempre le fue negado por aquellos que sólo le temieron, mirándole con asco. Don Juan Triunfante, dañado y herido, que logró con su música y arte acaparar los más finos sentidos de la alta sociedad francesa, gracias a la agraciada voz de la soprano que le robó el corazón, la voz, la vida y el aliento mismo. Esa misma mujer que al final terminó por arrebatarle el último centímetro de cordura que su inteligencia le permitía, desembocando en el trágico final que, mirándolo con frivolidad, logró darle la libertad que la vida jamás le pudo otorgar.      

5 ago 2014

La vida es una tómbola, tó, tó, tómbola...

¿Hola?
¡Por fin he regresado! Julio ha sido un mes olvidable. Hay mil motivos para ello pero ninguno digno de mención; pero los mencionaré igualmente xD.

A veces me convenzo a mí misma de que soy normal, ¿vale? De que no tengo ningún problema para salir ahí afuera y enfrentar al mundo. Lo cierto es que no es así y cuando todos los problemas se alinean uno a uno para darme una bofetada en la cara así tal cuál, es cuando termino con un colapso mental memorable, épico e inolvidable.

Las vacaciones del resto de los mortales no son mis vacaciones, así que es en esa época cuando más me toca trabajar. No es un trabajo extenuante; es cansado, eso sí. Agotador para mí hasta decir basta. Si a eso le añadimos mi intolerancia al calor, la ranciedad de la gente, la ausencia de la paciencia en mi querido pueblo camaronero, junto con la presión, el agobio y la jodida gripe que nunca falla pues básicamente yo era una bomba de tiempo a punto de estallar. Eso fue tooooodo julio. Un mes que me ha parecido asqueroso y pegajoso hasta decir basta y al que me apetece enterrar a diez metros bajo tierra y muy fuera de mi vista para toda la eternidad.

Aunque en Camarolandia City hace calor hasta muy entrado noviembre, agosto es el mes en el que los días más ardientes se despiden y poco a poquito el horror va menguando. Además, técnicamente es en esta época del año en la que comienzan las lluvias en este rinconcito del mundo y todo me parece maravilloso aunque sea mentira. Una ilusión. Un sueño. Pero yo vivo muy pancha creyéndolo, déjenme. :D Y de pilón, es en este mes cuando se terminan las vacaciones para muchos y… everything is awesome! Volvemos a la rutina de siempre. Las rutinas me gustan, son perfectas y seguras. Siempre lo mismo, una y otra vez.

Y lo triste de esto es que terminé exhausta de julio y mirando en retrospectiva creo que no hice nada que lo justifique, por eso comencé a tope con agosto. Una vez que las visitas se fueron y la casa quedó semi vacía, sacrifiqué estos últimos tres días para darle una limpieza memorable que no pienso volver a realizar hasta diciembre del año que viene, justo antes de poner el pino navideño. Para bautizar el momento una abeja moribunda decidió picarme la planta del pié derecho (y le pido a cualquier supersticioso que se dé la media vuelta y se vaya por donde vino porque no lo necesito). Ahora la herida en cuestión me da unos piquetes que para qué les cuento. Mejor dejémosle ahí.

Hace 30 días tenía pensado escribirle una opinión personal muy digna al libro de Markus Zusak que me compré hace dos meses pero toda la inspiración se desbordó por mi cabeza por el estrés que traía a cuestas y al final he decidido postergarlo para una segunda lectura que seguro caerá antes de que termine este año porque la historia me ha parecido preciosa. :3 El estrés de estas semanas pasadas también provocaron que se me quitaran las ganas de leer Los viajes de tuf y que votara al cajón El viento de la Luna, un libro que me estaba pareciendo una ternura en su cotidianidad. Ya lo retomaré los próximos días. Ponerme al orden que las series que he dejado relegadas hasta nuevo aviso es una de mis prioridades también, que ya se están acumulando y me parece fatal. Así que, mientras trato de acoplarme otra vez a la rutina me dedicaré a perder el tiempo las últimas horas de el día de descanso que me quedan. Adiós :D