25 nov 2014

"En lo esencial pienso que aún es más de lo siempre fue"

Edición conmemorativa del
bicentenario de su publicación. 
—Creo que en todo ser humano hay una tendencia a determinada maldad, a un defecto innato y que siempre puede vencer la buena educación.

—Y su defecto es la propensión a odiar a la gente.

—Y el de usted —repuso él con una sonrisa—, el obstinarse en no entender a los demás.
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.11|Pag.71)
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La escena en cuestión está tan cargada de tensión antes de desembocar en estos diálogos, que me pregunto si mi madre me habrá escuchado aplaudir cuando el punto álgido explotó y él lanzó el golpe final, la frase última que remató con sonoro escrutinio en la mente de nuestra heroína y probablemente la espabiló un poco, haciéndola salir del trance que provocó en ella la charla que mantuvieron por escasos minutos.

Orgullo y prejuicio, opera prima de Jane Austen (aunque publicada después de Sentido y sensibilidad), nos invita a la intimidad de la familia Bennet en el ficticio Longbourn, un hogar acaparado por mujeres cuya figura paterna se afana en no sucumbir ante tan desmesurado alboroto hormonal. El objetivo del matrimonio es claro: conseguir un caballero para Jane, Elizabeth, Mary, Catherine o Lydia. La cantidad de hijas de la pareja es directamente proporcional a las ganas que tuvieron de procrear un varón que nunca llegó, por lo que la oportunidad de materializar su sueño se abre paso cuando un distinguido joven se establece en la elegante residencia de Netherfield junto con sus hermanas y un par de amigos, dando como resultado una serie de tropieces, aciertos y situaciones que exponen de manera brutal el código de etiqueta que imperaba en la época en la que Austen se desenvolvió, y revela sin reparo —a niveles sofocantes— la trama que se mueve casi en su totalidad entre el orgullo y la terquedad de sus principales protagonistas.

Austen supo calar hondo y picar con esplendida ironía un tema que en su tiempo trascendía lo cotidiano al grado de convertirse en un problema colectivo: el matrimonio. No sólo aborda la materia con comicidad sino que la revitaliza y se mofa con un agrio sentido del humor de la sociedad inglesa tan repleta de formalidades para contrastarla con la diferencia de estatus, cualidades y oportunidades futuras que se truncan cuando la economía de tal o cuál familia no es propicia. Aquí los Bennet no sólo están en el límite del desahucio, sino que, con cinco hijas en plena juventud, su destino se complica al no conseguir un yerno más o menos posicionado que los salve de tanta incertidumbre. El padre de familia, bordeando la vejez, sobrelleva el dolor de sus años con una resignación que nos hace destilar chorros de simpatía hacia él. A pesar de las escasas intervenciones de Mr. Bennet a lo largo de la narración, éste sabe exprimir con magníficas líneas diálogos que en otros personajes rayarían en la tragicomedia. El capítulo 42 asola sin consuelo la pasmada relación sentimental que lo une con su esposa (a la que en su juventud amó por su belleza y después del matrimonio lo agobió con su nula inteligencia). El capítulo en cuestión es devastador, tanto como referente al paradigma de la felicidad familiar en aquellos tiempos, como por su fisgoneo en la vida diaria de los Bennet. La relación con la madre de sus hijas —cimentada, al parecer, de una decepción tras otra— jamás lo ha sumido una depresión que no pueda equilibrar con su admirable optimismo. Algunos lo tildarán de viejo agrio, sin embargo, no es su personalidad sino sus palabras las que logran explotar sin piedad su ingenio al lanzar confesiones que generalmente terminan en carcajadas por parte del lector debido a su grandilocuencia. El amor por las niñas, eso sí, es innegable, y se escurre transparente en aquellos detalles plantados como semillitas en las páginas con la ternura de un hombre gentil que sólo ha recorrido un camino difícil. La señora Bennet, en el otro extremo, refleja el cotilleo del vecindario rural moviéndose entre el agravio de saberse desgraciada y el ansiado milagro de ver a alguna de sus hijas casada. Se hace la sufrida con una jocosa desvergüenza a tal grado que uno se las apaña para no sucumbir entre el dramatismo de sus exagerados actos, y nos obligan, casi con tosquedad, a compadecer al cansado de su marido.

La primera edición (1813) con sus tres volúmenes y página principal.

Las hijas del matrimonio son las que centralizan con matices variados las páginas que despegan apenas comienza la narrativa. Y es que, si hay algo que Austen dominó de maravilla, fue la diversificación de personajes, mismos que resultan cotidianos para nosotros (no por ello menos interesantes). Jane Bennet, la bella primogénita, repunta con mansedumbre su atractiva personalidad que no tarda mucho en robarle la existencia misma al heredero de los Bingley, quien se siente atraído por ella casi al instante. La dulce de Jane tiene un defecto que a su vez podemos catalogar como una exquisita virtud: sólo es capaz de ver la bondad de la gente. Es tan ingenua que hace despertar la ternura de Lizzy al punto de catalogarla como perfecta, asumiendo que la joven es demasiado noble para este mundo. Afortunadamente Charles Bingley no es un prepotente mimado, por el contrario, goza de atributos de simpatía y buenos gustos que unido a su natural carisma, excede la afinidad de la misma Jane.

[No se puede decir lo mismo de las hermanas Bingley, siendo Caroline la malcriada e insufrible niña rica cual pedantería atosiga con finura a la primera oportunidad que se le presenta; generalmente a las espaldas de quienes inspiran su rancio humor].

Por otro lado, Mary Bennet es la nerd de la familia. No es que se las dé de intelectual —la pobre apenas puede asimilar que su autoestima no termine embarrada en el suelo al compararla con la extroversión de las otras dos jóvenes—, pero se sumerge en la música y la lectura tanto como sus hermanas menores lo hacen entre las filas de los militares que arriban a la localidad. La relación fraternal de Kitty y Lydia delimita su complicidad allá a donde vayan y las transforman, no sólo en presas fáciles, sino en carne de cañón barato para soldados que aparentan ser algo que no son. Lydia es la encargada de demostrárnoslo, cuando sorprende a todos al casarse con el sinvergüenza de George Whickham. Sin embargo, el amor tan ciego de ella y su inexperiencia en terrenos desconocidos son responsables de la ignorancia que embarga su unión. La niña, cegada por el enamoramiento, no atina a saber que se ha casado con un lobo vestido de cordero.

En aquel entonces el matrimonio, más que un tema sentimental, cursi, ilusorio y lleno de romanticismo, era en realidad un frívolo acuerdo entre familias para unificar bienes, propiedades, riquezas, etc. Un asunto de negocios. Un elocuente testimonio, aunque en menor escala y sin demasiadas repercusiones, lo vemos materializarse frente a nuestros ojos con el matrimonio entre Mr. Collins (primo de las Bennet) y Charlotte Lucas (la amiga de Lizzy). No es que ella esté enamorada de él ni viceversa, sino que ambos están buscando sus mejores intereses a largo plazo; y eso incluye tener un techo dónde resguardarse y un buen plato de comida sobre la mesa. La situación de Charlotte es desesperada y no difiere demasiado de la del clérigo. Ella se lo hace saber a Lizzy, quién no puede evitar ver aquella unión como una especie de derrota, ese punto sin retorno en el resquebrajo de la amistad que las unía desde siempre. Supongo que ahí prevaleció la idea general que hostigaba sin piedad a la chica; muy al principio del libro ella misma escucha a Charlotte pregonar algo que en nuestra privilegiada realidad nos desconcierta por lo inverosímil de la confesión: “La felicidad en el matrimonio es cuestión de suerte” (Pag. 31) ¡DE SUERTE! ¡Una bofetada BRUTAL! ¡Por supuesto que es una cuestión de suerte cuando no conoces a la persona con la que te estás casando! ¡Faltaba más! La resignación de ella es lo que más nos hace colisionar con la lectura; el sabor amargo que nos llega hasta la boca al percatarnos de una idea en sí tan retrógrada e inocente. Tan normal en aquel entonces. Tan típica incluso hoy, donde aún prevalecen sociedades en las que el matrimonio por interés se posiciona por encima del matrimonio por amor y hay quienes tienen que aprender a convivir con la persona que les tocó por suerte. A la vivaz de Lizzy aquello le suena a mentira; se lo hace saber, le explica que la vida no necesariamente tiene que existir al borde del purgatorio matrimonial. Es una mentalidad que la hija de los Bennet defiende hasta la última página; no por nada rechazó a su primo Collins cuando éste se le declaró, en uno de los momentos más cómicos tanto por la sorpresa inaudita de ella como por testarudez reflejada en el extenso sermón —¡y vaya que fue un sermón!— que brotó de tirón de la boca del desgraciado chico.

Hermosa edición de Barnes & Noble.
Pero en esta multiplicidad de personajes existe dos que se roban el libro de una manera tan sobresaliente que no me queda sino rendirme a sus pies y a los de Austen por la titánica tarea de crear a protagonistas tan complejos como psicológicamente fascinantes. Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy —una de las parejas más icónicas de la Literatura Universal— centralizan su relación entre las páginas con una inteligencia que sobrepasa el simple entendimiento para dar paso a un vínculo que irá naciendo conforme el libro mengua hasta desembocar en un final tan tierno como esperanzador. Es aquí donde se derrumba mi idea de imaginar las narraciones de Austen como arquetipos de la nóvela romántica contemporánea. Nada más lejos de la realidad: las frases cliché no tienen cabida en sus líneas.

Elizabeth Bennet (Lizzy) acarrea desde el inicio el papel principal de la historia con una rebeldía difícil de digerir para la época de la regencia. Y no es que fuera grosera, sino directa y testaruda sin rozar siquiera la mala educación; si me lo preguntan, se necesita arte para eso. El baile para recibir a los Bingley y compañía le regala a Lizzy la oportunidad de tener una idea general de los recién llegados, formulando sus primeras impresiones sobre ellos. Estudiar personalidades siempre se le había dado bastante bien. El asunto no hubiera pasado a mayores de no ser porque el mejor amigo de Charles rechaza a Elizabeth sin saber que ésta lo había escuchado. El orgullo de ella se hiere, pero intenta que eso no le amargue la noche, a sabiendas que al terminar la velada prevalecería la idea que ya se había formulado del joven Darcy con escasa anterioridad debido a su hostil comportamiento: era un individuo arrogante, reservado y desdeñoso.

La complejidad de Elizabeth recae en su actitud ante la vida. Me ha enamorado, tanto su franqueza, como el poco reparo que tiene para expresar una opinión a expensas de que sus palabras puedan resultar punzocortantes para quien las reciba. Es una postura que le aporta una fortaleza que ella equilibra con delicia en sus relaciones sociales. No posee la credulidad de Jane, ni la sequedad de Mary, ni mucho menos la hiperactividad de Kitty o Lydia, por lo que su perfil difiere mucho respecto a sus hermanas. Probablemente sea eso lo que la convierta en la consentida de su padre, considerándola más sabia y madura para tomar decisiones importantes. Ésta marcada diferencia de sus familiares es lo que nos ayuda a saberla protagonista, abarcando más su punto de vista que el de cualquier otro personaje que se asome entre las páginas. Es fascinante ver cómo sus pensamientos se filtran con viabilidad, moldeándose a las situaciones que así lo requieran. Y es su encuentro con George Whickham el que deja en evidencia una de sus debilidades (la cual también se hace evidente en el primer baile, pero pasa desapercibida por el insulto de Darcy): juzga con superficialidad a una persona cuando ésta le inspira compasión (o desprecio). Lizzy no puede neutralizar sus pensamientos tanto como lo hace su hermana mayor —mejor amiga y confidente— Jane. Whickham la engaña con alevosía, abusa de su defecto, oculta sus miserias y se aprovecha de la ceguera momentánea de la chica. Si no hubiera sido de ese modo, la carta donde Darcy le explica la verdadera personalidad de Whickham no hubiera calado en ella tanto como lo hizo. Por inercia, también se anularía la cateresis que llevó al perdón del primero y la apostasía hacia el segundo. La relación con su primo, el clérigo Mr. Collins, terminan por manifestar sus principios, mismos que chocan con estruendo al compararlos con las conservadoras ideas de su propia madre, quien casi monta un drama memorable cuando su hija decide rechazar la mano del familiar que podría salvarlas del desalojo en Longbourn. A pesar de eso, la obcecada chica jamás da su brazo a torcer y se mantiene firme en su decisión al no sucumbir ni a los caprichos de su progenitora ni a los intereses personales del propio Collins, poseedor de tal grado de nerviosísimo, indecisión y desconfianza en sí mismo que incluso el padre de Lizzy no se atreve a digerirlo de buena gana.

Y es que Elizabeth Bennet no es sólo inteligente y sagaz, sino transparente. No aparenta ser alguien que no es; no esconde su sentir, ni sus pensamientos ni sus ideales. Está lejos de las dobles personalidades y hay algo de orgullo en su manera de ver el mundo que resulta de suma atracción para quien se tope con ella. Es algo que incluso la despreciable Lady Catherine de Bourgh admitió en la charla que mantuvieron en aquella incómoda reunión. Pero en contraposición a estas mil quinientas cualidades, Jane Austen nos presenta la otra parte de la mitad, aquel personaje sin el cual esta novela no hubiera tenido ni la profundidad ni el esplendor que doscientos años después aun podemos percibir entre sus páginas: Fitzwilliam Darcy, señor de Pemberley y poseedor de una cuantiosa fortuna, viene a revertir el prototipo del hombre perfecto cuyas virtudes generalmente opacan todos sus defectos. Austen lo presenta como un hombre que irradia tal soberbia y prepotencia que desde el primer momento consigue ganarse el desprecio de los asistentes por su nula socialización y lo indiferente que parecía resultarle aquella ceremonia de bienvenida. Darcy logra mantener con indudable admiración esa cara de cinismo a lo largo de la primera parte del libro. Sin embargo, conforme la narrativa avanza, pequeños guiños se cuelan hasta los oídos de Lizzy (generalmente provenientes de terceros) que poco a poco harán desmoronar la primera impresión que ella dedujo en el lastimoso baile, conduciendo al perdón total en una extensa carta donde él resume confesiones que guardaba sepulcralmente dentro de sí, derrumbando las gruesas murallas que Elizabeth levantó entre los dos. Lizzy descubre de manera lacerante que el joven orgulloso estaba lejos de ser grosero; que sus silencios en sociedad no era un síntoma de odio sino de timidez extrema y que su reservada personalidad estaba justificada por traiciones de viejas amistades ambiciosas.
[Como una persona totalmente introvertida jamás habría imaginado que algún día sería capaz de simpatizar tanto con un personaje clásico; pero lo he hecho con él por su incapacidad de entablar conversación con gente que no está dentro de su círculo íntimo. Las personas lo definen como enojado, cuando en realidad sólo es tímido, lo cual es el pan nuestro de mi propia existencia. Además, ¿en qué clase de mundo vivimos como para que el silencio de una persona sea sinónimo de enojo? ¡Qué pocas cosas cambian en 200 años, eh! XD]   
Es en el baile de bienvenida donde establecen  sus prejuicios (él no la vio demasiado atractiva; ella lo consideró arrogante) pero fue durante la estancia de Lizzy en Netherfield al visitar a su hermana enferma donde les vimos interactuar de manera directa por primera vez. La conversación más extensa que mantienen es, por sí sola, una lluvia de lucidez y orgullo; de hecho, el tema central es éste último. Pero antes de eso existe un ligero debate sobre cuán educada debe ser una mujer para ser considerada instruida; sus opiniones difieren y si bien la balanza jamás termina por inclinarse a ninguno en particular es Miss Bingley quien termina por llevarse una directa bofetada intelectual por parte de Darcy que deja zanjado el tema hasta la llegada de los Bennet, al día siguiente, para converger dos capítulos después cuando Elizabeth y Caroline intentan encontrar en vano un defecto en la personalidad de Darcy, y que concluye con los diálogos que encabezan este escrito. El tentativo empeño de Lizzy de desentrañar la verdadera apariencia detrás de esa máscara de frialdad con la que el joven se esconde da como resultado una comparativa de caracteres que ella misma percibe en el baile de Netherfield donde él le invita a bailar una pieza en la que imperan los silencios incómodos y el descaro de sus propias afirmaciones sólo para descubrir que son más parecidos de lo que jamás imaginaron; eso, junto con la mención de Whickham, solventa el fin de la charla, del baile y de las ganas de volver a verse otra vez en la vida.
—¿Suele usted hablar cuando baila?
—En ocasiones. Es preciso hablar un poco, pues de lo contrario parecería extraño estar juntos en silencio durante media hora; pero, en beneficio de algunos, la conversación debería desarrollarse de modo que se diga lo menos posible.
—¿Se refiere usted en eso a sus propios sentimientos o piensa que complace los míos?
—Las dos cosas —contestó Lizzy con ingenio—; porque he comprobado que nuestros temperamentos se parecen. Ambos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar a menos que esperemos decir algo que deje boquiabierto a quien escucha y pase a la posteridad con el brillo de un proverbio. 
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.18|Pag.111)
Sin embargo, vuelven a verse, esta vez en la casa de Lady Catherine de Bourgh, tía de Darcy y futura suegra (casi por obligación). Es allí, a los pies de un piano donde él se sincera ante ella: no tiene la habilidad de socializar. Para ese entonces él ya la amaba. De no haber sido por su mediocridad al comunicarse o por su falta de habilidad para poner orden a tales pensamientos y exponerlos, no le habría tomado demasiado tiempo confesarle cuánto la quería. El momento se truncó incluso en su fugaz visita a la casa de los Collins, donde sabía que podría encontrar a Lizzy sola. La proposición llegaría más adelante; ahí mismo. El particular momento estuvo tan atestado de angustia que la lectura resultaba asfixiante y perturbadora. Se dijeron infinidad de cosas en tan poco tiempo que el exceso de confesiones sofoca por su feroz franqueza como por la complejidad de emociones que experimenta Elizabeth al escucharlo confesar su amor con tal impaciencia poniendo ella el mismo ímpetu en rechazarlo. Los malentendidos se sobreponen a la moralidad y arrastran el dolor hasta que más tarde Darcy le entrega la carta a Lizzy donde explica las razones que para ella resultaban reprobables en el joven: el esfuerzo que puso en separar a Bingley y a Jane, y la molestia que él mismo siente hacia George Whickham. A la necia de Elizabeth Bennet le faltaba escuchar la otra mitad de la historia, esa que concernía al heredero de Pemberly y los motivos personales que lo orillaron a despreciar con profuso rencor al soldado auto-victimizado. La carta sirve como pipa de la paz ante la incomprensión de una chica cuyo orgullo personal sobrepaso sus más ligeros prejuicios —vaya la redundancia del título—, o más bien, los ensalza hasta sonar inverosímiles. El sentimientos de culpa de ella llegó después, cuando supo por otros quién era el hombre detrás de las diez mil libras al año, dueño de la mitad del condado de Derby y poseedor de un carácter tan críptico como irreconciliable con su primera impresión de él, la cual termina por alcanzar su esplendor total cuando Lizzy visita su mansión creyendo que Darcy no se encontraba ahí. Los encuentros posteriores destruyeron poco a poco la seca personalidad con la que se escondía para dar paso a su nobleza hacia los demás, además de un profundo carisma que sólo sus más cercanos trabajadores y conocidos eran capaces de ver. Quizá por eso la confesión definitiva nos supo dulzona y tierna; perfecta para ellos más que para ninguno de nosotros.

El cenit de esta peculiar relación recae en los ingeniosos diálogos que se apiñan sin piedad en la mente del lector cuando entablan una conversación que generalmente tiene como resultado la capacidad de opacar a los demás. Y es que tanto ella como él son dueños de un talento empírico para formular opiniones repletas de sarcasmos que les incomodan tanto como los molestan. Son esas charlas ponzoñosas que acarrean consigo tanta tensión irrespirable que más de una vez tuve que regresar páginas para corroborar si acaso se habían insultado de una manera tan deliciosamente inteligente. Tales insultos no son necesariamente mentiras sino verdades que, en boca de otro, se sienten como educados escupitajos propios de un amargo humor inglés que está lejos —pero lejísimos— de resultar placentero para quien los recibe. En los capítulos finales la formalidades se derriten con una facilidad palpable y sólo nos queda la esencia de ambos, una relación nacida de los malos entendidos que derrochan con brillantez incluso ahí donde el epílogo amenaza con terminar. Austen enamora, tanto por su prosa como por los encargados de protagonizarla y por el entendimiento que los eclipsa, al ser dos seres que en otras circunstancias colisionarían con sus propios prejuicios, infundados por apariencias superficiales. Pero no, la novela cumbre de la autora inglesa, consigue mostrarnos una evolución atrayente resolviendo los cabos sueltos que se dibujan en su obra y nos ayudan a  congeniarla con el resultado final que es por demás perfecto, justo para su época y capaz de traspasar la frontera de los siglos (de éste y de todos los que vengan).

Notas extras:

  • No es un clásico que recomendaría a jóvenes de 15 ó 16 años que no estén acostumbrados a la lectura. Muchas bromas e indirectas pasarían inadvertidas y esas son, en parte, una de las esencias mismas del libro; lo que lo hace tan exquisitamente delicioso. En serio, hay gente que no entiende el sarcasmo cuando no hay un hashtag que así lo afirme. Soy de las que piensan que si no te ríes dos o tres veces al leer la primera página de Orgullo y prejuicio te estás perdiendo muchísimo de la historia. En ese caso, cierra el libro, lee otros más sencillos y un par de años después regresa para intentar leerlo otra vez. El método funciona; a mí me funcionó. :)
  • Necesito otra edición de este mismo libro. Si es posible más barata, pero íntegra. Lo quiero garabatear, subrayar y realizar anotaciones a mi antojo. Empecé leyendo esta edición con una libreta en mano y al final terminé con cuatro hojas atiborradas de palabras claves junto con la página en la que se encontraban para poder leer aquellas frases tan geniales así que... el motivo es de sobras ¿no? XD 
  • Por otro lado, para comenzar a leer libros clásicos éste sería un buen comienzo. Es ameno, interesante, nostálgico; sin esos diálogos tan estilizados que no suelo digerir bastante bien, ni frases demasiado cursis o trilladas como para salir huyendo despavorida a la primera oportunidad que se me presente. Tampoco la considero una novela romántica así a secas, tiene toneladas de crítica social que acaparan todo el romanticismo al que estamos acostumbrados.
  • He visto la adaptación cinematográfica del 2005, protagonizada por Keira Knightley y Matthew Macfadyen. Físicamente para mí ellos han sido Lizzy y Darcy desde que la película se estrenó en la gran pantalla hace 10 años (aunque jamás la vi porque los dos cines que había en la ciudad cerraron un par de años antes) así que, en honor a eso, me pareció justo visualizarla por primera vez después de leer el libro ¡Y me ha parecido maravillosa! No tengo la más remota idea si la obra es de la simpatía de los más acérrimos fans de Austen (lo dudo, de verdad) pero personalmente la encontré fascinante. Ya sabemos que no es fácil adaptar un libro de cientos de páginas a un largometraje de dos horas y media pero siento que el film consigue abarcar la esencia misma de la obra y sobre todo de los personajes: una Elizabeth Bennet vivaz y esplendorosa que junto con el estoicismo y el porte reservado de Darcy logran robarse la película de una manera hermosa y tierna conforme sus cualidades se exponen poco a poco hasta derretirse sobre la pantalla. No soy una chica de películas, todo el mundo lo sabe, pero esta ¡PFFF! Creo que la vi tres veces en dos días… ¡Déjenme, me voy a poner cursi! XD
  • No he visto la adaptación de la BBC de 1995 pero tengan por seguro que la conseguiré antes de que termine este año porque ¡Colin Firth es Darcy! Sí, el bueno de Colin podría ser mi padre pero REPITO: ¡COLIN FIRTH ES DARCY! ¡I’M DONE!


¡Quiero una taza que diga esto! :D

24 nov 2014

"Incluso después de haber apagado la luz"

Post íntegro de @Inti en Esquizopedia.
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¡Ay la pereza, mi entrañable amiga! Si este blog no ha muerto es porque lo quiero muchísimo (y lo amaré por siempre, de eso pueden estar seguros), pero de eso a escribir uno o dos post a la semana ya me parece una tarea titánica. No podría. Tampoco es que quiera hacerlo, claro. Antes, cuando era estudiante y vivía en otra ciudad —más grande, más tosca, más excesivamente depresiva— escribía para no sucumbir a la tristeza de verme en un mundo que nunca me resultó familiar. Este blog nació a escondidas. Una madrugada calurosa de agosto en la que soñaba ingenuamente con congelar el tiempo y expresarme, aunque fuera torpemente, sobre aquello que me movía; lo que me inquietaba, lo que me hacía sentir viva. Han pasado más de 7 años desde aquel día, pero aun hoy ese primer post se asoma con ternura entre tanto presente distinto. Al final conseguí congelar el tiempo, plasmar con un poema que no era mío y una vieja fotografía de mis abuelos, un sentimiento que estaba ahí presente. Un cariño tierno a los ancianos de la foto; a la que se fue y al que se quedó con lo huraño de sus años.

Ahora ya no estudio; trabajo. Y las ciudades cambian y la gente también. El tiempo se hace más pequeño y es cuando comienzas a entender a las personas que sueñan con días que tengan más de 24 horas. Mi trabajo no es físicamente agotador pero mentalmente me exprime toda clase de energía después de estar ocho horas interactuando con personas. Es tan absurdo que dudo que alguien me entienda. Cuando estudiaba Medicina Veterinaria tomaba dos autobuses para llegar a mi destino; audífonos puestos, celular con mi música favorita y un asiento al lado de la ventana en un transcurso de 40 minutos de ida y otros 40 de regreso me daban el tiempo suficiente para pensar en una decena de cosas que podía escribir en mi blog. Mirándolo en retrospectiva, era hasta terapéutico. En las ocho horas que estaba ahí afuera: calle, universidad, calle, casa, interactuaba aproximadamente con cinco o seis personas (incluyendo a los choferes de los autobuses y a la señora de la cafetería). Era perfecto. No había una multi-saturación interactiva con personas. Nada de 60 clientes al día.

Abro un paréntesis: no es que me dé miedo la gente, es que si tuviera que elegir entre hablarles y no hablarles preferiría no hacerlo ¿Y por qué preferiría no hacerlo? Porque no me interesan. Llevo 26 años en este mundo y aun no sé cómo hacer para que la gente me interese. No es que me resulten indiferentes, eh. Si hay algo que no tolero en la vida es el sufrimiento humano en ninguna de sus formas y si tuviera que privarme de algo que está a mi alcance para que otra persona lo tenga, lo hago sin dudarlo. Lo he hecho varias veces. Pero de eso a “me importa muchísimo cómo te va en la vida” pues no. Quizá por eso no tengo amigos. En primera, porque no quiero tenerlos. En segunda, porque no me interesa tenerlos, ni siquiera por curiosidad. Y en tercera, porque hay un punto en la que no me interesa saber más de esa persona. Es como una barrera. Siempre he tenido la duda existencial de saber si, cuando la gente pregunta “¿Cómo estás?”, lo hace porque de verdad le importas o simplemente por mera cortesía (como yo) ¿Será eso egoísmo? Soy de las que no dudan en ceder el paso a otras personas en una fila, o levantarme para darle el asiento a una persona mayor o una mujer embarazada. Me gusta tratar a la gente como a mí me gustaría que me trataran (para mí esa es una regla de oro); sobre todo porque las personas que me rodean no tiene la culpa de mi extraña forma de ser y tampoco pretendo que se sientan mal por mi incapacidad para empatizar con ellas. Es decir, seré muy inútil para varias cosas pero con el tiempo entendí que la mentira social (mentir por educación para no ofender por sinceridad) existe por un motivo. Eso sí, mi amabilidad termina donde comienza tu insulto XD.

Anyway, me estoy desviando del tema porque así de consistente soy yo. Esto no es una queja, ni siquiera creo que sea una justificación. Sólo una aclaración. Jamás me cansaré de este blog y por muy solitario que parezca a veces regresaré mientras ambos tengamos fuerza y vida. Es mi refugio, mi isla desierta personal e imperfecta. Me fascinan sus desfases a la hora de actualizarlo y lo variado de sus post. Nunca he querido que se centre en una sola cosa sino en cosas random que me pasan, veo, leo o escucho. Una variabilidad del ciber espacio, siempre cambiante y siempre presente. Siempre despierto aunque parezca dormido. De vez en cuando se me viene a la mente aquella carta de @Inti donde sentenciaba que “Bloggear es un acto de rebeldía” y remataba con un “Así que acéptalo, eres un blogger, y seguirás siéndolo incluso después de haber apagado la luz.” Que así sea, camarada. Que así sea. :)

Otras cosas:
  • Netflix es la octava maravilla del mundo y mi teléfono celular es la novena… Ahí he estado todo este tiempo xD.
  • Comencé viendo The Following y terminé sumergida en Ripper Street. Luego les explico por qué.
  • Ya tengo mi opinión de Orgullo y Prejuicio escrita, revisada y almacenada en el blog. Se publicará en los próximos días y ehm, ADORÉ ESA NOVELA, ADIÓS.

1 nov 2014

All that was good, all that was fair, all that was me is gone...

Fanposter de la serie de Starz.
Outlander nos trae como protagonista a Claire Beauchamp (Caitriona Balfe), una enfermera inglesa de combate que, una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, decide realizar una segunda luna de miel con su esposo Frank Randall (Tobias Menzies), miembro del servicio secreto británico, con el objetivo de recobrar el vínculo que se truncó debido al conflicto. El destino de su viaje es Escocia, guiados por la curiosidad que Frank tiene sobre un antepasado en concreto: Black Jack (Tobias Menzies), un sádico soldado que jugó un papel importante en la rebelión de los jacobitas. La noche del 31 de octubre ambos se cuelan de incognito a Craigh na Dun, un monolito situado cerca de la ciudad de Inverness, para ser testigos de un ritual que las druidas de la localidad realizan justo antes del amanecer en esa época del año. Horas después, Claire regresa a ese mismo sitio con el objetivo de reconocer una flor que en su primera visita desconoció. En un momento dado de su estancia escucha un misterioso sonido proveniente de la estructura central del conjunto de piedras y, al acercarse y tocarla, recibe un choque de energía que la deja inconsciente y aturdida por un momento. Al reaccionar se da cuenta que está exactamente en el mismo lugar pero en la época equivocada… Ha viajado 200 años en el pasado.

A veces uno tiene ganas de ceñirse sobre una serie de televisión que no pueda ser encasquetada a la fuerza en un específico género. Outlander viene para romper ese esquema en mi mente que estipula que todo puede ser englobado en una única palabra. Claire Beauchamp, en cuyo personaje recae la historia central y la existencia misma de este absurdo accidente del espacio-tiempo, se introduce con agilidad y elegancia —no más de la que le permite el momento— a una escena bizarra que incluye a escoses desaseados, un joven herido y una chimenea que consume trozos de madera ardiente que crujen tanto como la hostilidad de la mitad de los hombres que le rodean. Una mujer inglesa, pensarán; y quizás un tanto arrogante para variar. Sin embargo, no es aquí donde ella nos es introducida. Sobre Claire recae la voz en off del programa en su primera etapa; la misma que nos guía con cadencia desde el principio, evocando esa narrativa críptica que Diana Gabaldon ya se había empeñado en escribir en papel hace más de 20 años: “La gente desaparece todo el tiempo…” sentencia la frase que lo inicia todo. Sassanach (01.01) entra de lleno al enigma de lo indómito y abre un paréntesis que amenaza con no cerrarse jamás; guardando la incógnita de los viajes en el tiempo para adueñarse de toda explicación inverosímil que pueda surgir al respecto. Pero basta decir que, apenas aparecen en la pantalla las Tierras Altas de Escocia con ese insondable monólogo de la mujer desaparecida, ya empiezas a creerte cualquier idea de nigromantes, duendes y desfases que te venga a meter en la cabeza cualquier juglar tradicional. Tres estrellas en la frente se merece el bastardo de Ronald D. Moore sólo por esto.

Paisajes inhóspitos que nos recuerdan a las mejores obras de Tolkien o Stevenson, con una fotografía que acojonan un poquito el alma y otro tanto las entrañas, no sin olvidarnos de la música, protagonista misma que corre a cargo del buen Bear McCreary. Y es que McCreary reinventa la icónica Skye Boat Song para regalarnos el opening del año. Con una secuencia de imágenes que se tragan el alma apenas acaparan los pixeles de la pantalla. Que confunden, que nutren, que alientan la curiosidad del producto final, de la incógnita pesquisable de no saber qué está pasando ni dónde. El baile de las druidas mezclado con retazos del pasado tan pasado y del pasado del siglo XX hipnotiza con grosería mientras las gaitas lloran con el eco de tambores y de sangre. Sublime hasta rozar la perfección.

Estas cosas generalmente no suceden. Amar a una serie suele tomar un puñado de episodios; meterte de lleno en la trama quizá una temporada entera, pero de vez en cuando te encuentras con estas joyitas personales y agradeces en silencio por eso. Volví a rencontrarme con ese exótico amor a primera vista seriefila que sólo experimenté a los dos minutos de ver el primer episodio de Sherlock (BBC) un par de años atrás.

Black Jack
Está de más decir que Claire cumple con creces con el papel que trae a cuestas, y lo hace en gran parte porque Sassanach (01.01) embelesa con su historia una trama que no logra despejar sino hasta el arco final del episodio, donde el giro argumental la ubica en un terreno que ella cree familiar pero equívoco. Resulta por un lado especial y por otro aberrante el primer encuentro que la mujer tiene con Black Jack a las orillas del riachuelo, confundiéndolo con su entrañable Frank, antes de que todo nos provoque una catarata de emociones repulsivas al comprobar que, lejos de dureza, el viejo casaca roja destila un visceral odio. Pero la monstruosa personalidad de Jonathan Wolverton Randall no alcanza su perversión máxima sino hasta que The Garrison Commander (01.06) le da la oportunidad de confesar su apología al sadismo extremo. Mismo que lo llevó años atrás a aporrar con creciente excitación la espalda de un joven escocés una semana después de haber sido castigado de la misma forma por otro soldado inexperto que lo despellejo por su inexperiencia con la condena física. Heridas sobre heridas que Claire trata de no visualizar —a pesar de que conoce las cicatrices que pueblan ese cuerpo— para no vomitar sobre la mesa tanto como nosotros frente a la pantalla (en uno de los flashback más perturbadores que no le pide nada a La Pasión de Gibson) por la empatía establecida con el protagonista a lo largo de los seis episodios anteriores. Y es aquí donde Randall esgrime su manifiesto, y lo hace de una manera tan aterradora que resulta anormal sentir un poco de simpatía por un opresor tan veleidoso. Claire ingenuamente lo intenta, seguramente guida por la necesidad de descubrir una migaja de Frank en lo profundo del subconsciente de su antepasado sin conseguirlo; tratando de destapar capas invisibles que no cederán ni un ápice y que desembocarán en un golpe en el estómago que la sofocará casi hasta la inconsciencia. Randall entonces se cataloga por sí solo como uno de los villanos más infames con lo que me he topado alguna vez. Psicológicamente hablando volatiza la depravación a tal grado que ridiculiza todo lo bueno y minimiza la redención hasta hacerla parecer imposible, mientras deja en el aire la incógnita de su aborrecible personalidad y promete convertirse en algo más que un simple demoledor de cuerpos o conciencias. Estoy segura que Black Jack dará muchísimo de que hablar en la segunda mitad de la temporada, y terminará de estallar en los últimos episodios de la misma con una apática elegancia… Que dios nos agarre confesados.

Por muy inglesa que Claire sea está de más decir que, en el siglo XVIII, su lugar está muy en Escocia, rodeada de su gente, sus bizarras costumbres y sus exóticas tradiciones; y este contraste no se hace notorio hasta que la vemos interactuar con soldados de su patria y el representante de un clan escocés. Si bien la protagonista y el villano se retuercen en un mismo engranaje emparentado con su esposo es aquí donde ella se siente más débil, eclipsada por la amargura de Randall a pesar de que intenta no perder la compostura y mostrarse a la altura de las circunstancias. Pero moviéndola de escenario Claire brilla con luz propia, ya sin sentirse opacada por la oscuridad que destila el soldado inglés.

Sam Heughan & Caitriona Balfe.
El highlander James Fraser (Sam Heughan) aparece para contrarrestar el nepotismo de Randall y para solventar con inocencia la personalidad de un protagonista que en un principio debería no serlo. Y es que el adorable de Jamie —prototipo en peligro de extinción de lo que debería ser un ser humano— acarrea consigo un pasado un tanto oscuro que lo llevó a ser prófugo de la justicia, ya sea por intentar salvar a su hermana de una violación o por robar un pedazo de pan para poder comer. La obsesión enfermiza que Black Jack siente hacia él desemboca en otro sentimiento nauseabundo que, como espectadores, sólo consigue erizarnos la piel entre confesión y confesión. Jamie viene a romper el esquema del soldado duro y asintomático que cuela su estoicismo entre la educación marcial y la de su casa, dotándolo de un carisma abrazador sin caer en el infantilismo, que a su vez fusiona con dulzura el vínculo que crea casi al instante cuando se topa con Claire por primera vez. Es entonces aquí donde nos remontamos de nuevo a la escena de la cabaña, la chimenea, los montañeses sucios y el hombro dislocado del joven. La enfermera Claire, que debería de quedarse callada, no lo hace. Clama por congelar el tiempo antes que la imprudente inexperiencia de los hombres escoceses termine por destrozarle el brazo al muchacho que se traga el dolor a base de alcohol mezclado con su propia adrenalina. Admito que nunca había visto tanta tensión sexual en el reacomodo de un hueso dislocado.

Es quizá esta relación forjada a base de dolor, incógnita y simpatía mutua lo que se lleva gran parte del reconocimiento en Outlander, consiguiendo con ello un interés que, por experiencia sabemos, resulta ser una bomba de tiempo que al final nos puede gustar o no. Y es que la primicia de esta primera parte de la temporada recae en el matrimonio forzado que éstas dos personas deben realizar para evitar que Claire sea entregada a los ingleses y por lo tanto a la tiranía de Randall. El suceso en cuestión no es que exprima la imaginación, sino que da lugar a una situación que bien podría encasquetarse en el género del fanfiction si la tensión sexual no-resuelta se hubiera alargado temporadas enteras, tal y como suele suceder entre los protagónicos de otras series. No, Outlander nos ofrece la premisa de ver primero un matrimonio y paso a paso el enamoramiento, lo que da como resultado una cantidad de escenas que van desde la diversión más inocua hasta el más dolorosos de los castigos (espero con ansias los próximos episodios para ver cómo llevarán a la pantalla un momento que en el libro resultó polémico). Está de más estipular sobre lo desconocido, pero hasta la fecha resulta fascinante cómo han mostrado la evolución de esta pareja en particular y la de todos en general. Los primeros episodios se enfocaban tanto en Claire y su adaptación al extraño entorno que le rodea que por momentos nos olvidamos que Jamie también anda merodeando por el castillo. Sin embargo, cuando se topan por casualidad o comparten una escena juntos eclipsan todo lo demás, robando la atención de medio mundo. La particular escena de la enfermería o la de la Iglesia Negra, ambas en The Way Out (01.03), nos ayudan a entablar un vínculo hacia ellos que se crea a base de sonrisas y miradas desde el primer episodio y que continúan cayendo en los posteriores: la huida frustrada por los establos del castillo, el joven caballero durmiendo a las puertas de la dama para evitar que un malintencionado irrumpa en la habitación, o la breve conversación que mantienen al final de The Garrison Commander poco después de que se ha establecido el convenio para casarlos y que confluye con naturalidad a The Wedding (01.07) donde la intimidad sexual entre dos personas nunca se había guiado por el suspense con tanta cotidianidad, respeto y dulzura en los tres actos que componen uno de los momentos cumbres del libro, ayudando con ello a envolvernos en una agónica incertidumbre que nos acompaña en el sobrecogedor final de mitad de temporada, siendo Both Sides Now (01.08) el encargado de dejarnos un sabor amargo en la boca por los próximos seis meses (¡vaya parón, eh!).   

Imagen promocional de la serie: Jamie & Claire. 

Hablemos de los secundarios, que ignorarlos sería una grosería: Colum MacKenzie (Gary Lewis), líder de su clan y tío materno de Jamie, prodiga una presencia neutral al entorno que Claire encuentra desde que arriba al castillo de Leoch, no sin olvidarnos de su aspecto cansado por culpa de su malgastado cuerpo castigado por la picnodisostosis que le ha encorvado las piernas de manera grotesca, sumiéndolo en episodios de dolor que se traga a base de orgullo y silencios. Pero Colum no necesita de palabras cuando se trata de expresar un sentimiento; somos testigos de esto en la magnífica escena que comparte con Jamie cuando este va a presentar sus votos en nombre de su clan en The Gathering (01.04) donde su rostro fue un abanico emocional tan fuerte y contundente que la tensión se podía masticar. Está demás decir que en este programa las miradas hablan toneladas. Para cuando ese mismo episodio llega a su punto cumbre tenemos a un hombre agonizando a los pies de Claire y en los brazos de Dougal MacKenzie (Graham McTavish), hermano menor de Colum, que envuelve la escena con una atmósfera angustiante que nos acompaña hasta el último respiro del herido. Dougal es otro personaje cuya ambigüedad no me permite crearme una imagen sobre su posición o condición. Parece ser que cuando está ebrio la moralidad se le retuerce tanto que se convierte en otro. Han existido dos específicas ocasiones que me causa tanta repulsión como persona y ambas incluyen a una Claire que se queda tan anonadada como nosotros. Por otro lado, Murtagh Fraser (Duncan Lacroix), padrino de Jamie, deja al lado el aspecto andrajoso atiburrado de tierra lodosa para presentarse como un hombre de pocas palabras pero mucho sentimiento. Un tipo que se hace el duro, pero ablandado por los nobles ideales que le mueven y el cariño que le tiene a su ahijado. Rupert (Grant O'Rourke) y Anghus (Stephen Walters) forman el dúo gracioso de las tierras altas y aunque en un principio Claire los traía odiados hasta la coronilla es de admirarse lo bien que se han acoplado con el paso del tiempo. La profesión de Geillis Duncan (Lotte Verbeek), que va entre la herbolaría y la brujería, la dota de una incertidumbre que no podría definir como malicia pero consigue el efecto suficiente para entender que sabe más cosas de las que nosotros conocemos y eso incomoda un poco. Pregúntenle a Claire. Personajes como la señora Fitz,  Willie, Alec, Ned etc. también han su momento para aparecer y jugar su papel con bastante dignidad.

SEIS MESES Una eternidad es lo que nos separa del lejano 4 de abril del 2015, fecha en la que levantará de nuevo el vuelo ésta serie que viene a romper moldes e incluso trasmuta con pasión la sexualidad que otros show muestran sólo para despertar la polémica. Outlander se posiciona por derecho propio como la mejor serie de televisión que he visto a lo largo del 2014 y digo esto cuando sólo he visto la mitad de temporada y faltan tres meses para terminar el año. Como show televisivo, toma con gentil respeto una saga de libros reconocida dentro de la literatura contemporánea desde hace un par de décadas y recrea con digna justicia la Escocia del siglo XVIII sin reparos de por medio. Si Outlander nos regala con constancia episodios a la altura de The Garrison Commander (arquetipo que trasmuta con cadencia un mismo escenario con una pluralidad de sensación que recae casi en su totalidad en sólo dos actores) o The Wedding (cuya línea de tiempo es estructurada de tal manera que resulte todo lo contrario al episodio anterior, y no nos asfixie, sino que nos transporte al exterior para no sentir la opresión de la intimidad que se respira en esa habitación) entonces está de más decir que esta serie me tendrá a sus pies hasta el fin de los tiempos.  

OTROS DETALLES:
—Un trabajo impecable el que realiza Tobias Menzies con ambos papeles. Frank tiene carácter, pero Black Jack se lleva las palmas a tal grado que con sólo verlo me resulta aberrante.

—He estado leyendo el primer libro de la saga Forastera de Diana Gabaldon en PDF porque al parecer jamás han sido comercializados en México (¡vaya truño, oye!) y mira que me está gustando mucho. Es bastante curiosa la facilidad con la que te introduce a la historia con tanta naturalidad y elegancia explicándote todo conforme la trama avanza. Influye mucho el punto de vista de Claire, pero también resulta agradable ver cómo Escocia se convierte en una protagonista más sin darte cuenta de en qué momento el paisaje te llegó a importar tanto. Vale, aun no termino el libro y realmente no sé si quiero terminarlo. He visto primero los ocho episodios de la serie y después he leído hasta donde se han quedado en el episodio 8 y he disfrutado a rabiar la adaptación tan extraordinaria que han hecho al contrastarla con el mundo de Gabaldon. Por el momento he detenido la lectura porque me niego a sufrir en el mundo de las comparaciones sobre qué producto es mejor o cuál escena me hubiera gustado ver en TV. 

—El fantasma de Jamie en el primer episodio me conmovió al instante y sentí cómo se me quebraba el corazón al verlo. Yo no sabía que muchos ignoraban que el joven escocés que Frank ve en la calle mirando hacia la ventana del hotel era Jamie. Sinceramente pensé que todos lo sabían porque una de las primeras imágenes promocionales que vi fue esta y bueno, lleva exactamente la misma ropa que el fantasma así que… XD. De cualquier forma me intriga saber por qué está ahí ¿Está viendo a Claire? ¿Por qué? ¿Si no muere a los 24 años entonces por qué esa es la edad que tienen en ese momento? ¿De verdad Gabaldon no se dignará a darnos esta explicación hasta que concluya toda la saga?   
—Sí, me parece correcto lo mucho que han incluido a Frank en la serie de TV y también el punto y aparte que están poniendo sutilmente entre el punto de vista de Claire y el resto del mundo. Ya lo vimos durante el episodio de la boda, donde Jamie le relata a ella las tres condiciones que puso para que el evento se llevara a cabo. En Both Sides Now (01.08) fue justo mostrar cómo fue la vida de Frank días después de la desaparición de su esposa, porque sí, quizá el tipo pecaba un poquito de egoísta pero no es malo y tampoco se merecía tanta incertidumbre.

—Una mención especial a Hugh Munro (Simon Meacock) un personaje que con cinco minutos en pantalla y sin decir un solo dialogo logró ganarse la simpatía de todo el fandom. Posee una de las miradas más trasparentes y expresivas que he visto alguna vez. Sencillamente estremecedor. Mis respetos. Fabuloso... Podría escribir una saga sobre él.  ^_^