25 nov 2014

"En lo esencial pienso que aún es más de lo siempre fue"

Edición conmemorativa del
bicentenario de su publicación. 
—Creo que en todo ser humano hay una tendencia a determinada maldad, a un defecto innato y que siempre puede vencer la buena educación.

—Y su defecto es la propensión a odiar a la gente.

—Y el de usted —repuso él con una sonrisa—, el obstinarse en no entender a los demás.
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.11|Pag.71)
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La escena en cuestión está tan cargada de tensión antes de desembocar en estos diálogos, que me pregunto si mi madre me habrá escuchado aplaudir cuando el punto álgido explotó y él lanzó el golpe final, la frase última que remató con sonoro escrutinio en la mente de nuestra heroína y probablemente la espabiló un poco, haciéndola salir del trance que provocó en ella la charla que mantuvieron por escasos minutos.

Orgullo y prejuicio, opera prima de Jane Austen (aunque publicada después de Sentido y sensibilidad), nos invita a la intimidad de la familia Bennet en el ficticio Longbourn, un hogar acaparado por mujeres cuya figura paterna se afana en no sucumbir ante tan desmesurado alboroto hormonal. El objetivo del matrimonio es claro: conseguir un caballero para Jane, Elizabeth, Mary, Catherine o Lydia. La cantidad de hijas de la pareja es directamente proporcional a las ganas que tuvieron de procrear un varón que nunca llegó, por lo que la oportunidad de materializar su sueño se abre paso cuando un distinguido joven se establece en la elegante residencia de Netherfield junto con sus hermanas y un par de amigos, dando como resultado una serie de tropieces, aciertos y situaciones que exponen de manera brutal el código de etiqueta que imperaba en la época en la que Austen se desenvolvió, y revela sin reparo —a niveles sofocantes— la trama que se mueve casi en su totalidad entre el orgullo y la terquedad de sus principales protagonistas.

Austen supo calar hondo y picar con esplendida ironía un tema que en su tiempo trascendía lo cotidiano al grado de convertirse en un problema colectivo: el matrimonio. No sólo aborda la materia con comicidad sino que la revitaliza y se mofa con un agrio sentido del humor de la sociedad inglesa tan repleta de formalidades para contrastarla con la diferencia de estatus, cualidades y oportunidades futuras que se truncan cuando la economía de tal o cuál familia no es propicia. Aquí los Bennet no sólo están en el límite del desahucio, sino que, con cinco hijas en plena juventud, su destino se complica al no conseguir un yerno más o menos posicionado que los salve de tanta incertidumbre. El padre de familia, bordeando la vejez, sobrelleva el dolor de sus años con una resignación que nos hace destilar chorros de simpatía hacia él. A pesar de las escasas intervenciones de Mr. Bennet a lo largo de la narración, éste sabe exprimir con magníficas líneas diálogos que en otros personajes rayarían en la tragicomedia. El capítulo 42 asola sin consuelo la pasmada relación sentimental que lo une con su esposa (a la que en su juventud amó por su belleza y después del matrimonio lo agobió con su nula inteligencia). El capítulo en cuestión es devastador, tanto como referente al paradigma de la felicidad familiar en aquellos tiempos, como por su fisgoneo en la vida diaria de los Bennet. La relación con la madre de sus hijas —cimentada, al parecer, de una decepción tras otra— jamás lo ha sumido una depresión que no pueda equilibrar con su admirable optimismo. Algunos lo tildarán de viejo agrio, sin embargo, no es su personalidad sino sus palabras las que logran explotar sin piedad su ingenio al lanzar confesiones que generalmente terminan en carcajadas por parte del lector debido a su grandilocuencia. El amor por las niñas, eso sí, es innegable, y se escurre transparente en aquellos detalles plantados como semillitas en las páginas con la ternura de un hombre gentil que sólo ha recorrido un camino difícil. La señora Bennet, en el otro extremo, refleja el cotilleo del vecindario rural moviéndose entre el agravio de saberse desgraciada y el ansiado milagro de ver a alguna de sus hijas casada. Se hace la sufrida con una jocosa desvergüenza a tal grado que uno se las apaña para no sucumbir entre el dramatismo de sus exagerados actos, y nos obligan, casi con tosquedad, a compadecer al cansado de su marido.

La primera edición (1813) con sus tres volúmenes y página principal.

Las hijas del matrimonio son las que centralizan con matices variados las páginas que despegan apenas comienza la narrativa. Y es que, si hay algo que Austen dominó de maravilla, fue la diversificación de personajes, mismos que resultan cotidianos para nosotros (no por ello menos interesantes). Jane Bennet, la bella primogénita, repunta con mansedumbre su atractiva personalidad que no tarda mucho en robarle la existencia misma al heredero de los Bingley, quien se siente atraído por ella casi al instante. La dulce de Jane tiene un defecto que a su vez podemos catalogar como una exquisita virtud: sólo es capaz de ver la bondad de la gente. Es tan ingenua que hace despertar la ternura de Lizzy al punto de catalogarla como perfecta, asumiendo que la joven es demasiado noble para este mundo. Afortunadamente Charles Bingley no es un prepotente mimado, por el contrario, goza de atributos de simpatía y buenos gustos que unido a su natural carisma, excede la afinidad de la misma Jane.

[No se puede decir lo mismo de las hermanas Bingley, siendo Caroline la malcriada e insufrible niña rica cual pedantería atosiga con finura a la primera oportunidad que se le presenta; generalmente a las espaldas de quienes inspiran su rancio humor].

Por otro lado, Mary Bennet es la nerd de la familia. No es que se las dé de intelectual —la pobre apenas puede asimilar que su autoestima no termine embarrada en el suelo al compararla con la extroversión de las otras dos jóvenes—, pero se sumerge en la música y la lectura tanto como sus hermanas menores lo hacen entre las filas de los militares que arriban a la localidad. La relación fraternal de Kitty y Lydia delimita su complicidad allá a donde vayan y las transforman, no sólo en presas fáciles, sino en carne de cañón barato para soldados que aparentan ser algo que no son. Lydia es la encargada de demostrárnoslo, cuando sorprende a todos al casarse con el sinvergüenza de George Whickham. Sin embargo, el amor tan ciego de ella y su inexperiencia en terrenos desconocidos son responsables de la ignorancia que embarga su unión. La niña, cegada por el enamoramiento, no atina a saber que se ha casado con un lobo vestido de cordero.

En aquel entonces el matrimonio, más que un tema sentimental, cursi, ilusorio y lleno de romanticismo, era en realidad un frívolo acuerdo entre familias para unificar bienes, propiedades, riquezas, etc. Un asunto de negocios. Un elocuente testimonio, aunque en menor escala y sin demasiadas repercusiones, lo vemos materializarse frente a nuestros ojos con el matrimonio entre Mr. Collins (primo de las Bennet) y Charlotte Lucas (la amiga de Lizzy). No es que ella esté enamorada de él ni viceversa, sino que ambos están buscando sus mejores intereses a largo plazo; y eso incluye tener un techo dónde resguardarse y un buen plato de comida sobre la mesa. La situación de Charlotte es desesperada y no difiere demasiado de la del clérigo. Ella se lo hace saber a Lizzy, quién no puede evitar ver aquella unión como una especie de derrota, ese punto sin retorno en el resquebrajo de la amistad que las unía desde siempre. Supongo que ahí prevaleció la idea general que hostigaba sin piedad a la chica; muy al principio del libro ella misma escucha a Charlotte pregonar algo que en nuestra privilegiada realidad nos desconcierta por lo inverosímil de la confesión: “La felicidad en el matrimonio es cuestión de suerte” (Pag. 31) ¡DE SUERTE! ¡Una bofetada BRUTAL! ¡Por supuesto que es una cuestión de suerte cuando no conoces a la persona con la que te estás casando! ¡Faltaba más! La resignación de ella es lo que más nos hace colisionar con la lectura; el sabor amargo que nos llega hasta la boca al percatarnos de una idea en sí tan retrógrada e inocente. Tan normal en aquel entonces. Tan típica incluso hoy, donde aún prevalecen sociedades en las que el matrimonio por interés se posiciona por encima del matrimonio por amor y hay quienes tienen que aprender a convivir con la persona que les tocó por suerte. A la vivaz de Lizzy aquello le suena a mentira; se lo hace saber, le explica que la vida no necesariamente tiene que existir al borde del purgatorio matrimonial. Es una mentalidad que la hija de los Bennet defiende hasta la última página; no por nada rechazó a su primo Collins cuando éste se le declaró, en uno de los momentos más cómicos tanto por la sorpresa inaudita de ella como por testarudez reflejada en el extenso sermón —¡y vaya que fue un sermón!— que brotó de tirón de la boca del desgraciado chico.

Hermosa edición de Barnes & Noble.
Pero en esta multiplicidad de personajes existe dos que se roban el libro de una manera tan sobresaliente que no me queda sino rendirme a sus pies y a los de Austen por la titánica tarea de crear a protagonistas tan complejos como psicológicamente fascinantes. Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy —una de las parejas más icónicas de la Literatura Universal— centralizan su relación entre las páginas con una inteligencia que sobrepasa el simple entendimiento para dar paso a un vínculo que irá naciendo conforme el libro mengua hasta desembocar en un final tan tierno como esperanzador. Es aquí donde se derrumba mi idea de imaginar las narraciones de Austen como arquetipos de la nóvela romántica contemporánea. Nada más lejos de la realidad: las frases cliché no tienen cabida en sus líneas.

Elizabeth Bennet (Lizzy) acarrea desde el inicio el papel principal de la historia con una rebeldía difícil de digerir para la época de la regencia. Y no es que fuera grosera, sino directa y testaruda sin rozar siquiera la mala educación; si me lo preguntan, se necesita arte para eso. El baile para recibir a los Bingley y compañía le regala a Lizzy la oportunidad de tener una idea general de los recién llegados, formulando sus primeras impresiones sobre ellos. Estudiar personalidades siempre se le había dado bastante bien. El asunto no hubiera pasado a mayores de no ser porque el mejor amigo de Charles rechaza a Elizabeth sin saber que ésta lo había escuchado. El orgullo de ella se hiere, pero intenta que eso no le amargue la noche, a sabiendas que al terminar la velada prevalecería la idea que ya se había formulado del joven Darcy con escasa anterioridad debido a su hostil comportamiento: era un individuo arrogante, reservado y desdeñoso.

La complejidad de Elizabeth recae en su actitud ante la vida. Me ha enamorado, tanto su franqueza, como el poco reparo que tiene para expresar una opinión a expensas de que sus palabras puedan resultar punzocortantes para quien las reciba. Es una postura que le aporta una fortaleza que ella equilibra con delicia en sus relaciones sociales. No posee la credulidad de Jane, ni la sequedad de Mary, ni mucho menos la hiperactividad de Kitty o Lydia, por lo que su perfil difiere mucho respecto a sus hermanas. Probablemente sea eso lo que la convierta en la consentida de su padre, considerándola más sabia y madura para tomar decisiones importantes. Ésta marcada diferencia de sus familiares es lo que nos ayuda a saberla protagonista, abarcando más su punto de vista que el de cualquier otro personaje que se asome entre las páginas. Es fascinante ver cómo sus pensamientos se filtran con viabilidad, moldeándose a las situaciones que así lo requieran. Y es su encuentro con George Whickham el que deja en evidencia una de sus debilidades (la cual también se hace evidente en el primer baile, pero pasa desapercibida por el insulto de Darcy): juzga con superficialidad a una persona cuando ésta le inspira compasión (o desprecio). Lizzy no puede neutralizar sus pensamientos tanto como lo hace su hermana mayor —mejor amiga y confidente— Jane. Whickham la engaña con alevosía, abusa de su defecto, oculta sus miserias y se aprovecha de la ceguera momentánea de la chica. Si no hubiera sido de ese modo, la carta donde Darcy le explica la verdadera personalidad de Whickham no hubiera calado en ella tanto como lo hizo. Por inercia, también se anularía la cateresis que llevó al perdón del primero y la apostasía hacia el segundo. La relación con su primo, el clérigo Mr. Collins, terminan por manifestar sus principios, mismos que chocan con estruendo al compararlos con las conservadoras ideas de su propia madre, quien casi monta un drama memorable cuando su hija decide rechazar la mano del familiar que podría salvarlas del desalojo en Longbourn. A pesar de eso, la obcecada chica jamás da su brazo a torcer y se mantiene firme en su decisión al no sucumbir ni a los caprichos de su progenitora ni a los intereses personales del propio Collins, poseedor de tal grado de nerviosísimo, indecisión y desconfianza en sí mismo que incluso el padre de Lizzy no se atreve a digerirlo de buena gana.

Y es que Elizabeth Bennet no es sólo inteligente y sagaz, sino transparente. No aparenta ser alguien que no es; no esconde su sentir, ni sus pensamientos ni sus ideales. Está lejos de las dobles personalidades y hay algo de orgullo en su manera de ver el mundo que resulta de suma atracción para quien se tope con ella. Es algo que incluso la despreciable Lady Catherine de Bourgh admitió en la charla que mantuvieron en aquella incómoda reunión. Pero en contraposición a estas mil quinientas cualidades, Jane Austen nos presenta la otra parte de la mitad, aquel personaje sin el cual esta novela no hubiera tenido ni la profundidad ni el esplendor que doscientos años después aun podemos percibir entre sus páginas: Fitzwilliam Darcy, señor de Pemberley y poseedor de una cuantiosa fortuna, viene a revertir el prototipo del hombre perfecto cuyas virtudes generalmente opacan todos sus defectos. Austen lo presenta como un hombre que irradia tal soberbia y prepotencia que desde el primer momento consigue ganarse el desprecio de los asistentes por su nula socialización y lo indiferente que parecía resultarle aquella ceremonia de bienvenida. Darcy logra mantener con indudable admiración esa cara de cinismo a lo largo de la primera parte del libro. Sin embargo, conforme la narrativa avanza, pequeños guiños se cuelan hasta los oídos de Lizzy (generalmente provenientes de terceros) que poco a poco harán desmoronar la primera impresión que ella dedujo en el lastimoso baile, conduciendo al perdón total en una extensa carta donde él resume confesiones que guardaba sepulcralmente dentro de sí, derrumbando las gruesas murallas que Elizabeth levantó entre los dos. Lizzy descubre de manera lacerante que el joven orgulloso estaba lejos de ser grosero; que sus silencios en sociedad no era un síntoma de odio sino de timidez extrema y que su reservada personalidad estaba justificada por traiciones de viejas amistades ambiciosas.
[Como una persona totalmente introvertida jamás habría imaginado que algún día sería capaz de simpatizar tanto con un personaje clásico; pero lo he hecho con él por su incapacidad de entablar conversación con gente que no está dentro de su círculo íntimo. Las personas lo definen como enojado, cuando en realidad sólo es tímido, lo cual es el pan nuestro de mi propia existencia. Además, ¿en qué clase de mundo vivimos como para que el silencio de una persona sea sinónimo de enojo? ¡Qué pocas cosas cambian en 200 años, eh! XD]   
Es en el baile de bienvenida donde establecen  sus prejuicios (él no la vio demasiado atractiva; ella lo consideró arrogante) pero fue durante la estancia de Lizzy en Netherfield al visitar a su hermana enferma donde les vimos interactuar de manera directa por primera vez. La conversación más extensa que mantienen es, por sí sola, una lluvia de lucidez y orgullo; de hecho, el tema central es éste último. Pero antes de eso existe un ligero debate sobre cuán educada debe ser una mujer para ser considerada instruida; sus opiniones difieren y si bien la balanza jamás termina por inclinarse a ninguno en particular es Miss Bingley quien termina por llevarse una directa bofetada intelectual por parte de Darcy que deja zanjado el tema hasta la llegada de los Bennet, al día siguiente, para converger dos capítulos después cuando Elizabeth y Caroline intentan encontrar en vano un defecto en la personalidad de Darcy, y que concluye con los diálogos que encabezan este escrito. El tentativo empeño de Lizzy de desentrañar la verdadera apariencia detrás de esa máscara de frialdad con la que el joven se esconde da como resultado una comparativa de caracteres que ella misma percibe en el baile de Netherfield donde él le invita a bailar una pieza en la que imperan los silencios incómodos y el descaro de sus propias afirmaciones sólo para descubrir que son más parecidos de lo que jamás imaginaron; eso, junto con la mención de Whickham, solventa el fin de la charla, del baile y de las ganas de volver a verse otra vez en la vida.
—¿Suele usted hablar cuando baila?
—En ocasiones. Es preciso hablar un poco, pues de lo contrario parecería extraño estar juntos en silencio durante media hora; pero, en beneficio de algunos, la conversación debería desarrollarse de modo que se diga lo menos posible.
—¿Se refiere usted en eso a sus propios sentimientos o piensa que complace los míos?
—Las dos cosas —contestó Lizzy con ingenio—; porque he comprobado que nuestros temperamentos se parecen. Ambos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar a menos que esperemos decir algo que deje boquiabierto a quien escucha y pase a la posteridad con el brillo de un proverbio. 
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.18|Pag.111)
Sin embargo, vuelven a verse, esta vez en la casa de Lady Catherine de Bourgh, tía de Darcy y futura suegra (casi por obligación). Es allí, a los pies de un piano donde él se sincera ante ella: no tiene la habilidad de socializar. Para ese entonces él ya la amaba. De no haber sido por su mediocridad al comunicarse o por su falta de habilidad para poner orden a tales pensamientos y exponerlos, no le habría tomado demasiado tiempo confesarle cuánto la quería. El momento se truncó incluso en su fugaz visita a la casa de los Collins, donde sabía que podría encontrar a Lizzy sola. La proposición llegaría más adelante; ahí mismo. El particular momento estuvo tan atestado de angustia que la lectura resultaba asfixiante y perturbadora. Se dijeron infinidad de cosas en tan poco tiempo que el exceso de confesiones sofoca por su feroz franqueza como por la complejidad de emociones que experimenta Elizabeth al escucharlo confesar su amor con tal impaciencia poniendo ella el mismo ímpetu en rechazarlo. Los malentendidos se sobreponen a la moralidad y arrastran el dolor hasta que más tarde Darcy le entrega la carta a Lizzy donde explica las razones que para ella resultaban reprobables en el joven: el esfuerzo que puso en separar a Bingley y a Jane, y la molestia que él mismo siente hacia George Whickham. A la necia de Elizabeth Bennet le faltaba escuchar la otra mitad de la historia, esa que concernía al heredero de Pemberly y los motivos personales que lo orillaron a despreciar con profuso rencor al soldado auto-victimizado. La carta sirve como pipa de la paz ante la incomprensión de una chica cuyo orgullo personal sobrepaso sus más ligeros prejuicios —vaya la redundancia del título—, o más bien, los ensalza hasta sonar inverosímiles. El sentimientos de culpa de ella llegó después, cuando supo por otros quién era el hombre detrás de las diez mil libras al año, dueño de la mitad del condado de Derby y poseedor de un carácter tan críptico como irreconciliable con su primera impresión de él, la cual termina por alcanzar su esplendor total cuando Lizzy visita su mansión creyendo que Darcy no se encontraba ahí. Los encuentros posteriores destruyeron poco a poco la seca personalidad con la que se escondía para dar paso a su nobleza hacia los demás, además de un profundo carisma que sólo sus más cercanos trabajadores y conocidos eran capaces de ver. Quizá por eso la confesión definitiva nos supo dulzona y tierna; perfecta para ellos más que para ninguno de nosotros.

El cenit de esta peculiar relación recae en los ingeniosos diálogos que se apiñan sin piedad en la mente del lector cuando entablan una conversación que generalmente tiene como resultado la capacidad de opacar a los demás. Y es que tanto ella como él son dueños de un talento empírico para formular opiniones repletas de sarcasmos que les incomodan tanto como los molestan. Son esas charlas ponzoñosas que acarrean consigo tanta tensión irrespirable que más de una vez tuve que regresar páginas para corroborar si acaso se habían insultado de una manera tan deliciosamente inteligente. Tales insultos no son necesariamente mentiras sino verdades que, en boca de otro, se sienten como educados escupitajos propios de un amargo humor inglés que está lejos —pero lejísimos— de resultar placentero para quien los recibe. En los capítulos finales la formalidades se derriten con una facilidad palpable y sólo nos queda la esencia de ambos, una relación nacida de los malos entendidos que derrochan con brillantez incluso ahí donde el epílogo amenaza con terminar. Austen enamora, tanto por su prosa como por los encargados de protagonizarla y por el entendimiento que los eclipsa, al ser dos seres que en otras circunstancias colisionarían con sus propios prejuicios, infundados por apariencias superficiales. Pero no, la novela cumbre de la autora inglesa, consigue mostrarnos una evolución atrayente resolviendo los cabos sueltos que se dibujan en su obra y nos ayudan a  congeniarla con el resultado final que es por demás perfecto, justo para su época y capaz de traspasar la frontera de los siglos (de éste y de todos los que vengan).

Notas extras:

  • No es un clásico que recomendaría a jóvenes de 15 ó 16 años que no estén acostumbrados a la lectura. Muchas bromas e indirectas pasarían inadvertidas y esas son, en parte, una de las esencias mismas del libro; lo que lo hace tan exquisitamente delicioso. En serio, hay gente que no entiende el sarcasmo cuando no hay un hashtag que así lo afirme. Soy de las que piensan que si no te ríes dos o tres veces al leer la primera página de Orgullo y prejuicio te estás perdiendo muchísimo de la historia. En ese caso, cierra el libro, lee otros más sencillos y un par de años después regresa para intentar leerlo otra vez. El método funciona; a mí me funcionó. :)
  • Necesito otra edición de este mismo libro. Si es posible más barata, pero íntegra. Lo quiero garabatear, subrayar y realizar anotaciones a mi antojo. Empecé leyendo esta edición con una libreta en mano y al final terminé con cuatro hojas atiborradas de palabras claves junto con la página en la que se encontraban para poder leer aquellas frases tan geniales así que... el motivo es de sobras ¿no? XD 
  • Por otro lado, para comenzar a leer libros clásicos éste sería un buen comienzo. Es ameno, interesante, nostálgico; sin esos diálogos tan estilizados que no suelo digerir bastante bien, ni frases demasiado cursis o trilladas como para salir huyendo despavorida a la primera oportunidad que se me presente. Tampoco la considero una novela romántica así a secas, tiene toneladas de crítica social que acaparan todo el romanticismo al que estamos acostumbrados.
  • He visto la adaptación cinematográfica del 2005, protagonizada por Keira Knightley y Matthew Macfadyen. Físicamente para mí ellos han sido Lizzy y Darcy desde que la película se estrenó en la gran pantalla hace 10 años (aunque jamás la vi porque los dos cines que había en la ciudad cerraron un par de años antes) así que, en honor a eso, me pareció justo visualizarla por primera vez después de leer el libro ¡Y me ha parecido maravillosa! No tengo la más remota idea si la obra es de la simpatía de los más acérrimos fans de Austen (lo dudo, de verdad) pero personalmente la encontré fascinante. Ya sabemos que no es fácil adaptar un libro de cientos de páginas a un largometraje de dos horas y media pero siento que el film consigue abarcar la esencia misma de la obra y sobre todo de los personajes: una Elizabeth Bennet vivaz y esplendorosa que junto con el estoicismo y el porte reservado de Darcy logran robarse la película de una manera hermosa y tierna conforme sus cualidades se exponen poco a poco hasta derretirse sobre la pantalla. No soy una chica de películas, todo el mundo lo sabe, pero esta ¡PFFF! Creo que la vi tres veces en dos días… ¡Déjenme, me voy a poner cursi! XD
  • No he visto la adaptación de la BBC de 1995 pero tengan por seguro que la conseguiré antes de que termine este año porque ¡Colin Firth es Darcy! Sí, el bueno de Colin podría ser mi padre pero REPITO: ¡COLIN FIRTH ES DARCY! ¡I’M DONE!


¡Quiero una taza que diga esto! :D

1 comentario:

  1. Oye lo de la taza... va en serio? puedo hacerte una para las navidades 0_o.

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